La verdad, nunca le llamé Gabo, o Gabito. Hubiera querido, pero nunca fui parte de ese privilegiado círculo de amigos y escritores que se reunían frecuentemente con Gabriel García Márquez, el novelista más importante de nuestro tiempo. Es más, ni siquiera lo conocía en persona.
Como millones de lectores, crecí con él, leyéndolo, analizándolo, tratando de llegar hasta el hueso de cada una de sus frases perfectas. Su carpintería era única; siempre parecía encontrar la palabra exacta para decir lo que quería. Y eso requería mucho trabajo, mucho talento y muchas páginas en la basura. (Se nos olvida ya que la computadora es post-Aureliano Buendía y su descubrimiento del hielo.)
En mi época universitaria, García Márquez ya era García Márquez, el genio de Cien años de soledad y el mejor exponente del realismo mágico – esa manera tan nuestra del ver el mundo. Macondo es América Latina. Y en este rincón del planeta donde todo es posible – dictadores que no mueren, niños con colas, mujeres que flotan, amores eternos y fantasmas más vivos que los vivos – García Márquez fue el primero en darle voz y legitimidad.
En 2004, cuando un colega periodista me invitó a un evento en Los Cabos, México, donde iban a homenajear a García Márquez, acepté con una condición: preséntamelo.