Por: Jorge Ramos
Bill Clinton tiene un problema: todo el mundo le quiere hablar de su esposa. Y la pregunta es la misma: ¿se va a lanzar Hillary a la presidencia de Estados Unidos en el 2016? Pero él tiene la misma respuesta para todos: “No lo sé”. Bill Clinton no es hombre de pocas palabras. Añadió: “Ella cree, al igual que yo, que hacer una campaña electoral durante cuatro años es un grave error. Hasta hay periódicos que tienen reporteros asignados a cubrir una campaña que no existe y, por lo tanto, inventan cosas”.
Sería fácil terminar con todos esos rumores. Bastaría que ella dijera que no quiere ser la primera presidenta de Estados Unidos. Pero la realidad es que no lo ha dicho. Es más, al igual que lo hicieron Barack Obama y John F. Kennedy durante sus candidaturas presidenciales, Hillary está terminando un libro que será publicado antes de las elecciones.
La realidad es que Hillary no está hablando, pero Bill sí. La mañana que lo entrevisté en su casa al norte de Nueva York, el ex presidente estaba de buenas y con ganas de conversar. Ya no tenía esas enormes ojeras que le vi una tarde en la Casa Blanca y ha corregido su vieja costumbre de llegar unos minutos tarde. Se hizo vegetariano desde el 2010 y se nota; ha perdido varias libras y ganado energía. Ve a los ojos, saluda con mano fuerte y casi siempre tiene algo inteligente o ingenioso que decirte.
Me mostró el escritorio donde ha escrito la mayoría de sus libros, el baño cuyas paredes están repletas de fotografías de líderes mundiales y los planes de su fundación (Clinton Global Initiative) para América Latina. En unos días viajaría a una reunión en Brasil, donde su presidenta, Dilma Rousseff -al igual que el presidente de México, Enrique Peña Nieto- se quejaría de que sus llamadas telefónicas habían sido espiadas por agentes estadounidenses.
“Creo que los informes sobre espionaje han tenido un efecto negativo, no sólo en América Latina pero también en Europa y en Asia”, me dijo. “Tengo serias dudas (sobre la práctica de escuchar conversaciones o leer correos electrónicos de otros líderes mundiales).”
Como ex presidente, Clinton se siente con mucha mayor libertad para opinar sobre lo que ve mal en el planeta. Le pregunté si el camino de Uruguay -legalizar la venta y consumo de marihuana- debía ser seguido por otros países. Él no está convencido. “Es muy complicado decir que si tu legalizas las drogas, ya no vas a tener a todos estos carteles controlando nuestras comunidades”, me dijo.
Clinton alguna vez dijo que, cuando era estudiante, había probado la marihuana pero que “no había inhalado”. Y, ya que estábamos hablando del tema, le pregunté si hoy en día hubiera contestado esa pregunta de una forma distinta. Después de todo, hasta el propio presidente Obama escribió en un libro que había experimentado con marihuana y cocaína. “Nunca negué que lo hice”, aclaró Clinton. “Nunca negué que usé marihuana. Dije la verdad”. Yo nunca lo había escuchado decir algo así.
Lo primero que se me vino a la mente es que si un presidente y un expresidente norteamericanos reconocen públicamente que han usado drogas, el problema es mucho más serio de lo que supone; es algo que está arraigado en la cultura de Estados Unidos. ¿Cómo se le va a ganar así la guerra al narcotráfico? Mientras millones de estadounidenses (y sus líderes) consuman drogas, seguirá el narcotráfico del sur al norte y no cesará la matanza de miles de latinoamericanos por la guerra entre los carteles.
Con su tono pausado y con las manos entre las rodillas, a veces parecería que Bill Clinton a sus 67 años lo ha pensado casi todo. Está “desilusionado” de que Nicolás Maduro haya tomado poderes especiales en Venezuela y no, durante su presidencia no llegó a ningún acuerdo con Fidel Castro porque el régimen cubano derrumbó una avioneta del grupo Hermanos al Rescate.
Los 20 minutos de la entrevista volaron, pero Bill Clinton quería seguir conversando. Las cámaras dejaron de rodar, le quitaron el micrófono y el ex presidente ya había pasado al siguiente tema. No entendía por qué los republicanos se negaban a aprobar una reforma migratoria. Pero eso tendría que esperar. Se acababa mi tiempo en el mundo de Bill Clinton. Un asistente miraba preocupado su reloj.
Antes de despedirme nos tomamos un “selfie”, la subí a Twitter y salí por la puerta protegida por esa águila haitiana. Inevitable imaginar: si Bill Clinton fuera presidente.