¿Quién puede apoyar a un régimen que mata estudiantes, encarcela opositores, arma a grupos paramilitares y luego, para esconder la pedrada, censura la televisión y los medios de comunicación? Ésta es la pregunta en Venezuela.
Cuando los venezolanos hablan de “una salida” se refieren, fundamentalmente, a dos cosas. Una, cómo salir de la peor inflación del continente (más del 60 %), de la constante devaluación de su moneda, de una escasez generada por una burocracia inútil y de una de las más altas cifras de criminalidad en el mundo (más de 24 mil asesinatos en el 2013). Y dos, cómo deshacerse del gobierno autoritario y represivo de Nicolás Maduro. Esto último es lo más difícil.
Ningún demócrata puede apoyar un golpe de estado ni la violencia. En casi todo el mundo lo condenarían. Y el mandato de Maduro es hasta el 2019, aunque haya ganado con trampa las elecciones. La oposición venezolana lo sabe y no quiere cometer el mismo error del golpe militar del 2002 contra Hugo Chávez. Un golpe es un golpe. Maduro – que no es Chávez, aunque copie su forma de hablar, sus gritos, sus insultos y hasta lo ve en forma de “pajarito” – planteó el dilema legal de la siguiente manera: “si la oposición quiere salir de mí, que junten las firmas para el plebiscito revocatorio del 2016.”