En los días siguientes al confuso comunicado de Presidencia que informaba la prescripción de reposo a Cristina Kirchner me encontré inmerso en repetidos diálogos con gente muy preocupada por la suerte del país durante la incierta transición que se abría. No estoy hablando de personas apenadas por la salud personal de la mandataria -congoja que muchos de ellos también sienten, naturalmente- sino de ciudadanos apesadumbrados por la salud institucional del país. La mayoría de ellos antikirchneristas, que seguramente participaron del 13S, 8N y 18A.
Durante esta década se ha criticado la fenomenal acumulación de poder político y recursos económicos en la Presidencia de la Nación. Mucho se ha censurado un estilo de gobierno personalista en exceso, que ignoró los frenos y contrapesos de nuestro régimen constitucional. Por ello, me resultó notable que se suscitase angustia ante la temporaria ausencia de la líder vituperada. Si hasta hace ese día deplorábamos una gestión que postergaba los problemas de fondo como la inflación, la inseguridad y el empleo y nos imponía una agenda de conflictos innecesarios como el 7D, la “democratización” de la Justicia, el cepo publicitario, el ataque a LAN o los altercados con los países vecinos, ¿qué había cambiado de repente?