La “gestión” municipal de la muerte

A esta edad, pobrecita, no sabemos cómo deben estar sus huesos; no la podemos trasladar”. Las palabras corresponden a una mujer y hacen referencia a su madre, sepultada en un cementerio privado de la localidad cordobesa de Villa Parque Santa Ana. Según indica la noticia, sobre aquel camposanto se estarían construyendo viviendas del plan PROCREAR. Un problema legal, si se quiere. Pero por sobre todo, un problema que deviene en la discusión sobre la vida, la muerte… y el Estado municipal.

La humanidad ha realizado enormes esfuerzos por explicar el fin de la vida pero solo ha hallado silencio arrojando a los hombres a la dependencia del rito funerario, ese acto que da entidad a los muertos y permite pensar el deceso como un estar, una construcción imaginaria para poder bordear el vacío. Porque la muerte no existe sino en el otro; es el otro quien la decreta y quien necesita de la lápida, porque un muerto sin sepultura no termina de estar muerto para sus deudos y la elaboración del duelo se perpetúa.

Sófocles servirá para ilustrar lo enorme de este asunto: en su tragedia, tras la prohibición por parte de Creonte de celebrar las exequias del hermano de Antígona, ella intentará hacerlo de todos modos llegando a arriesgar su vida por ello. Dos visiones que se enfrentan: el Estado autoritario y la persona humana en busca de darle significado a la muerte.

Fue Leopoldo Marechal quien se encargó de adaptar la obra a nuestro país con su Antígona Vélez. Pero sobre todo, y a riesgo de banalizar el horror, fue justamente el Estado (el padre) el que, convertido en un monstruo, llevó a escena la tragedia asesinando, y quitando la posibilidad del rito funerario, a decenas de miles de compatriotas. Los desapareció y así perpetuó el duelo de madres, abuelas, hijos, amigos y el de toda una sociedad que al no poder dar sepultura, no ha podido decretar su muerte y el trabajo de duelo se hace agotador.

EUSAPIA

A través de un acta de nacimiento o de un certificado de defunción, el Estado se presenta como quien decreta la vida y muerte de sus ciudadanos y sólo él tiene el monopolio de indicar dónde debe sepultarse a los muertos. Este lugar es claramente demarcado dentro (o fuera) de las ciudades y es desde mediados del siglo XIX que se encargó a los municipios la custodia de las necrópolis, constituyéndose así en una función fundamental para la ciudad.

Con frecuencia se pasa por alto esta función e incluso se la piensa por debajo de las clásicas tareas de alumbrado, barrido y limpieza; como si de un oficio menor se tratara. Si bien la obligación municipal se limita a la disposición de un espacio destinado al cementerio y al mantenimiento de las sepulturas y del predio en general (por lo cual cobra una tasa), la importancia del asunto se enraíza en lo más profundo de la naturaleza de las ciudades: alguien debe ocuparse de los muertos y no hay nadie mejor que el Estado, nuestro padre simbólico, para realizar dicha tarea.

Sin embargo, la modernidad parece haber olvidado la cuestión de fondo y le ha dado un puesto menor en la agenda transformando a la muerte en un problema presupuestario del que nadie quiere ocuparse. Ejemplo de ello son el municipio de Bariloche, cuyo cementerio municipal está al borde del colapso y la proximidad entre las fosas es inadmisible. Chivilcoy declaró en 2011 la emergencia funeraria, Salta estuvo a punto de hacerlo y  Junín, provincia de Buenos Aires, lo hizo en 2007 por cinco años, pero el Concejo Deliberante la prorrogó en 2012 por otros cinco años; es decir que hasta el año 2017 estará en emergencia.

Más recientemente  un conflicto con los empleados del cementerio en Carmen de Areco (Bs As) llegó al punto de que los propios familiares de los fallecidos debieron cavar la fosa e inhumar los restos. Nuevamente el Estado ausentándose.

Tal vez este conjunto no exhaustivo de ejemplos se inscriba en el valor moderno de la muerte como opción y no como algo que efectiva y obligatoriamente sucederá.

Pero no todo es desprecio y negación. En el sudeste bonaerense existe un intendente que entendió el  problema y tiene en su agenda la mejora continua de los espacios destinados a los que ya no están. Lo hizo luego de observar un hecho que, al menos, resulta llamativo: al asumir su cargo vio el abandono de la necrópolis y envió una cuadrilla a cortar el césped y a “dar una mano de pintura” a la pared perimetral. Sólo eso. Para sorpresa del Secretario de Hacienda la recaudación de la tasa por sepultura se elevó por sobre el record histórico. ¿Los vecinos respondieron pagando por el buen servicio? No parece ser la respuesta.

La explicación viene acompañada de otra anécdota del mismo municipio pero que podría repetirse en un gran número de poblaciones que no alcanzan los dos mil quinientos habitantes. El delegado de una localidad minera de no más de cinco mil habitantes le manifestó al intendente que el gran problema que tenían no era ni el asfalto ni la recolección de residuos. El funcionario fue claro: “Acá no nace ni muere nadie, los vecinos de este pueblo sólo estamos de paso”. La razón de esa afirmación es que el pueblo no cuenta con maternidad pero tampoco con un cementerio. Un problema de ritos y de mitos. Pero, sobre todo, un problema de identidad de los pueblos.

La pared perimetral repintada y la aparente usurpación del cementerio de Villa Parque Santa Ana, con la que inicia este artículo, parecen ser las dos caras del asunto. Nadie puede construir una vivienda sobre un camposanto, porque la ciudad de los muertos no contiene vida. Y nadie debe dejar al abandono los cementerios municipales porque en la ciudad de los vivos no hay lugar para los muertos.

Nuevamente la literatura ayudará: en Las Ciudades Invisibles, Calvino nos cuenta de Eusapia, una ciudad que se construye a semejanza de la ciudad de los muertos y ésta, a semejanza de la de los vivos. Tan iguales resultan las dos, que se han convertido en ciudades gemelas y ya no hay forma de saber quiénes son los vivos y quiénes son los muertos. La muerte no es una opción y el Estado municipal debe velar para que los vivos no se olviden de ello.

Pensar el municipio desde otro lugar no es sólo innovar en lo administrativo o en lo económico. También implica entender que la identidad, la ritualidad y el respeto por la historia y los que ya no están son parte constitutiva del desarrollo de nuestras ciudades.