El socialismo difícilmente se logre con los bienes que tanto se ambicionan, pero con gran facilidad se accede a ese reparto justiciero cuando de culpas se trata. Para todo nacional que se sienta por encima de la media, para tantos que se asumen parte integrante de la vanguardia esclarecida, para todos ellos, las culpas de nuestros fracasos son, sin duda, culpa del pueblo que siempre vota a los peores. Una parte le echa la culpa al peronismo, otra a la falta de educación de los votantes. Así fue en el cincuenta y cinco cuando derrocaron a Domingo Perón, convencidos de que era un obstáculo para la democracia.
Luego hicieron lo mismo con Arturo Frondizi y más tarde con Arturo Illia —siempre pensando que caminaban hacia la democracia y la libertad—, hasta que, sin necesidad de visitar al psicólogo, instalaron a Juan Carlos Onganía para siempre, seguros de que la culpa era de los votantes. Once años para terminar asumiendo, con Onganía, que no soportaban la democracia y después hasta el setenta y tres, para permitir el regreso de Perón en un clima imposible de manejar. Perón nos dejó el abrazo con Ricardo Balbín y muchas otras señales de un futuro sin enemigos.
Después de la muerte del general, ganaron los duros, el golpe provocó el genocidio; con el genocidio desaparecieron los militares para siempre, pero nos dejaron una absurda guerrilla que nunca entendió nada y sin embargo sobrevivió con un inmerecido prestigio. Ese recuerdo usurpó el kirchnerismo para inventar su modelo. Ese recuerdo, para mi gusto, se retira con la Presidente, sea quien fuere el que gane. Continuar leyendo