El tema es simple: el gobierno grita, agrede, degrada y luego cuando le toca negociar piensa que su interlocutor está obligado a olvidar las afrentas y a entender sus argumentos. Recuperan lo peor de los ’70; por ejemplo aquella idea que aseguraba que, como las dictaduras eran genocidas, entonces resultaba que las guerrillas eran lúcidas. Siempre actúan igual. O sea, “yo elegí la revolución violenta pero el error fue de los que no me acompañaron en mi propuesta suicida”. Yo agredo y cuestiono, y luego convoco a los argentinos a que me acompañen en hacernos cargo de las consecuencias.
Entre los discursos de Néstor y los de Cristina ya deberíamos haber derrotado al imperialismo y a los monopolios, o al menos a estos últimos los habríamos sustituido por amigos de Santa Cruz. No nos privamos de nada, todas las actitudes infantiles que aparentaban ser revolucionarias fueron llevadas a la acción. El Canciller con un alicate desarmando un avión me recordaba a Nikita Khruschev golpeando el estrado en la ONU con su zapato para cuestionar al sistema. Lástima que no teníamos el poder del imperio Ruso. Los actos que acompañaban las agresiones de Venezuela eran tan innecesarios como superficiales. Brasil y Uruguay caminaban su propio rumbo sin necesidad de sobreactuar sus decisiones. Nosotros, como siempre, convencidos de que en la exageración de los gestos se encontraba el sentido y el valor de la convicción.