Por: Julio Bárbaro
El tema es simple: el gobierno grita, agrede, degrada y luego cuando le toca negociar piensa que su interlocutor está obligado a olvidar las afrentas y a entender sus argumentos. Recuperan lo peor de los ’70; por ejemplo aquella idea que aseguraba que, como las dictaduras eran genocidas, entonces resultaba que las guerrillas eran lúcidas. Siempre actúan igual. O sea, “yo elegí la revolución violenta pero el error fue de los que no me acompañaron en mi propuesta suicida”. Yo agredo y cuestiono, y luego convoco a los argentinos a que me acompañen en hacernos cargo de las consecuencias.
Entre los discursos de Néstor y los de Cristina ya deberíamos haber derrotado al imperialismo y a los monopolios, o al menos a estos últimos los habríamos sustituido por amigos de Santa Cruz. No nos privamos de nada, todas las actitudes infantiles que aparentaban ser revolucionarias fueron llevadas a la acción. El Canciller con un alicate desarmando un avión me recordaba a Nikita Khruschev golpeando el estrado en la ONU con su zapato para cuestionar al sistema. Lástima que no teníamos el poder del imperio Ruso. Los actos que acompañaban las agresiones de Venezuela eran tan innecesarios como superficiales. Brasil y Uruguay caminaban su propio rumbo sin necesidad de sobreactuar sus decisiones. Nosotros, como siempre, convencidos de que en la exageración de los gestos se encontraba el sentido y el valor de la convicción.
Con la deuda, el gobierno desnuda su manera de pararse en la vida. El discurso es tan duro que no deja espacio al arreglo; lógicamente, más tarde, la negociación es tan necesaria que no le deja sentido a la dignidad. Si uno toma los discursos presidenciales, los buitres habían sido aplastados por la verba inflamada del gobernante de turno. Es más, algún supuesto intelectual con cargo oficial describía al juez como pretendido humor. De pura inmadurez, nadie se hacía cargo de las consecuencias de sus actos. Pero sucede que, en otras tierras, las palabras y los discursos afectan los derechos de los gritones. Y en esas tierras íbamos a terminar buscando acuerdos. Y entonces me avisan que la argentinidad me convoca y me obliga a acompañar desatinos para no quedar como dudoso amigo de buitres carroñeros. Y contratan a una caterva de alcahuetes que nos denuncian para el supuesto caso de no asumir el llamado de la Patria. Con consecuencias atroces, me quieren convencer de que la única variante de ser patriota es ser oficialista. Compartimos el odio a los buitres; otra cosa es hacernos cargo de la frivolidad e incapacidad del gobierno de turno. Los discursos que amansan clientela no pueden ser los mismos para acordar con los acreedores. Es enfermizo imaginar que la manera con la que intentan conducir a los débiles puede servir para pararse delante de los fuertes. Porque aun cuando no los queramos, fuertes… los del norte siguen siendo, siempre.
Cuando tenía veinte años, como estudiante universitario, discursé derrocando imperialismos; no tardé demasiado en asumir lo ridículo de mi postura. Ahora, llegar al gobierno con los mismos gestos inmaduros es algo que no tiene gollete. Con los discursos derrocan imperios, y luego la realidad los encuentra disfrutando de todas las prebendas de los ricos; eso sí, luchando por la causa de los pobres. Todo es doble discurso. Agreden y negocian, gritan como deudores ofendidos y terminan pagando como ricos distraídos que no miran la cuenta. Transitan el extremismo de lo atrabiliario. Imaginan que la coherencia es conservadora y en consecuencia la incoherencia y el caos son el camino a la revolución. Todo es contradictorio. Se enriquecen y nos cuentan que nos están enriqueciendo; nos dejan sin rumbo mientras discursean como si estuvieran ejerciendo el rol de guías de la humanidad.
El gobierno es un guía extraviado, un adorador de los extremos, un cultor del discurso sin ideas y con demasiados enemigos. Eso es lo absurdo: imaginar que con muchos odios uno se convierte en militante revolucionario. Una adhesión al idealismo ajeno en el camino del hedonismo propio. Le encontraron el camino lujurioso a la revolución y disfrutan el poder como nadie mientras acusan al resto de los mortales de no entender la grandeza de sus ideales.
Néstor Kirchner en su primer gobierno nos sacó de la inflación y de la preocupación por el precio del dólar, nombró una Suprema Corte que lo honraba y acumuló reservas en cantidad. Estos fueron los logros del gobierno que hoy nos maltrata y, si los miramos bien, a cada logro de ayer le corresponde un fracaso de hoy.
Lo único que los no oficialistas compartimos con el gobierno son los enemigos; lo que nadie está dispuesto a aceptar es que nos hagan cargo de la incapacidad de negociar en la difícil. Estamos en un gobierno original: capitalistas en los aciertos, que son puro fruto de su talento, y socialistas en sus derrotas porque la culpa es del Mal que está en el mundo. Y además, los debemos acompañar como patriotas. Los discursos de la Presidenta me enojan, a veces me irritan, pero hay algo que me sirve de consuelo, no soy el único en percibir esa reacción. Al menos no me siento solo.
Lo único progresista de este Gobierno es que les dio un espacio del Estado a los progresistas, lo demás es puro verso.