El poder kirchnerista tiene fecha de vencimiento

Somos una sociedad marcada por las modas. La última sería la del “analista político”, una persona que tendría una mirada original sobre la realidad. Hay algunos -pocos- que lo logran, generalmente pertenecen al mundo del periodismo. También hay otros -varios, demasiados- que son beneficiarios de algún apoyo oficial que los lleva a hablar de temas trascendentes, o mejor dicho, de tirar la pelota fuera de la cancha para no malquistarse con el mejor pagador, el Estado.

Demasiados opinadores dan por sentado que el poder kirchnerista seguirá siendo vigoroso en el próximo Gobierno al margen de quien sea el candidato ganador. No soy un analista pero me animo a decirles que están equivocados. Confunden poder del Estado con lealtad. En una sociedad como la nuestra el poder del Estado es tan desmesurado que únicamente tienen libertad las provincias más grandes: Capital, Córdoba y Santa Fe. La gran mayoría de las otras son tan solo feudos administrados por delegados del poder. Es por eso que son todos oficialistas. Se dicen peronistas o cualquier otra cosa: son empleados públicos con un simulado poder territorial. Y tanto ellos como sus diputados y senadores van a apoyar mayoritariamente al Gobierno que venga. Son todos muy democráticos, se apresuran en apoyar al vencedor.

Ya nada tienen de peronistas los gobernadores que ni siquiera se animan a opinar, como los de Formosa o San Juan, los de Jujuy o Tucumán. Menem se animaba a enfrentar a Alfonsín. Kirchner lo enfrentaba a Menem. Hoy queda De la Sota como peronista, Capital y Santa Fe como centro derecha y centro izquierda; el resto expresa una dependencia económica que les impide la libertad política. Y seguirán obedeciendo al Gobierno que venga. Eran menemistas, son kirchneristas y van a ser del que gane en la próxima, sea quien fuere.

Vivimos uno de los peores absurdos, un gobierno de derecha, marcado por los negociados más corruptos y defendidos por restos oscuros de antiguas izquierdas gorilas. Y digo “gorilas” porque ese término define a la gente que se cree superior a otros y los desprecia. Eso fueron gran parte de quienes integraban la guerrilla; eso fueron casi todos los del partido comunista y varias escuelas de aburrido marxismo. Eso son los seguidores de la Presidenta, personaje que se cree superior a los demás, aplaudida y apoyada por los que usufructúan de esta coyuntura de degradación institucional.

Gracias a Lorenzetti que no somos Venezuela, si en su lugar estuvieran Zaffaroni o Gils Carbó, dejábamos la libertad para ingresar a la dictadura de la burocracia. Demasiados personajes menores imaginan que toda limitación de la libertad es abrir un camino hacia la justicia social. Esa mezcla absurda donde el poder de los negocios impone un rumbo a los viejos peronistas de la prebenda y se suman como aporte ideológico los restos de derrotadas izquierdas. Todo eso junto no puede dar un perfil político durable. Más aún cuando el centro del poder son los negocios o, mejor dicho, los negociados que despliegan en torno al juego y la obra pública.

Entre la enorme masa de medios oficiales o financiados por el Estado y los muchos que opinan sin querer lastimar los oídos del mejor pagador, entre ambos, nos cuentan la historia de un Gobierno con enorme apoyo y mucho futuro. Todavía para demasiados no es negocio asumir que la Presidenta pierde en todas las coyunturas, que este invento absurdo llamado kirchnerismo no va a tener demasiada vigencia el próximo año.

Un poder sin herederos cuyo núcleo duro carece de la más mínima chance electoral, un gobierno que sólo puede ser continuado por Daniel Scioli, que es el mejor posicionado por ser el que menos se les parece. Por un corto tiempo van a seguir alquilando encuestas y asustando distraídos; de cualquier forma que lo miremos están transitando su etapa final.

Si lograban imponer el miedo, ganaban ellos. Se inicia el tiempo donde el pánico lo comienzan a sufrir ellos. Son un poder pasajero, una burocracia prebendaria enamorada de la renta que generan los cargos y de lo fácil que es la vida siendo funcionario del Estado. Años subsidiando trenes para recibir retornos, ahora amenazan con cerrar el negocio.

Gane quien gane, todos los que nos sentimos amantes de la libertad debemos construir un espacio donde no necesitemos un salvador que nos conduzca, sino que de una vez por todas aprendamos que cuando los gobiernos parecen débiles es que los pueblos son fuertes. Que el próximo Presidente exprese la libertad de la democracia; será apoyado por el más fuerte de los partidos, el que podemos integrar entre todos.

 

Ordenando la tropa

Me asombró verlo a De Vido dando cátedra de pureza revolucionaria y cuestionando a Scioli por haber saludado al enemigo elegido. Lo de la concurrencia a saludar a Magnetto era un golpe duro para el relato. Si le sumamos que Boudou había hablado en TN la noche anterior, nos queda claro que ese día fue decretado por la sociedad y parte del gobierno como el fin de la era del miedo. De Vido intentaba ordenar la tropa y daba pena, o mejor dicho, bronca, de ver semejante caradura con actitud de profeta poseído por la verdad intentando recuperar el orden con sus gritos. No le avisaron al ministro que va a pasar a la historia como un destructor serial, desde la energía al transporte. Ese mediocre gritón destruyó en exceso como para tener derecho a hablar.

Saludaron a Magnetto demasiados como muestra de haberle perdido el miedo al poder de turno. El Grupo Clarín podía tener muchos defectos, pero el gobierno lo odiaba por su virtud, que es el derecho a opinar libremente. Y Scioli fue a saludar al grupo supuestamente enemigo porque todavía tiene votos y gente que lo respeta, dos cosas que los De Vido hace rato que perdieron. Y derecho a hacer lo que quiera, aun cuando eso Scioli no lo ejerza demasiado.

El oficialismo armó una secta y en su seno se aplauden entre ellos, un mundo de cómplices que se imaginan estar haciendo politica. El lugar del vicepresidente refleja como pocas la imagen del conjunto.
Y en esto de ser valientes, Carta Abierta se anima y dice que Scioi no es revolucionario. Es el único dato que tenemos de que alguno de ellos lo sea. Pero no se animan a tomar distancia de Boudou. Para creerse revolucionarios resultan escasos de valentía…

Un final de ciclo a toda orquesta, lo que suponía ser la década ganada se les cae como arena entre los dedos. La secta organizada en torno a los beneficios del Estado y sus prebendas va quedando al desnudo, con demasiadas ganancias para la burocracia y pocas para la sociedad. Ahora van a medir hasta la audiencia en la televisión. Vendría a ser un premio consuelo para esos medios en los que gastan fortunas y no los sigue nadie. La secta necesita de todo un sistema de medidas propio y original. Desde los pobres a la inflación, desde la educación a las audiencias, todo exige falsificar los resultados para poder justificar lo que han gastado y disfrazar de éxito lo que a todas luces es un duro fracaso.

Verlo a De Vido a los gritos me trajo a la memoria alguna vieja película de Carlitos Chaplin, pero enseguida tome conciencia que la cosa era distinta, que no se estaba dirigiendo a la sociedad sino a los miembros de la secta, a esos que viven los beneficios del modelo en el mundo de ficción que llamaron “relato”. Y entonces me quedó claro que los héroes de ellos son para nosotros los villanos, que van a llegar al final sin tomar contacto con la cruel realidad, y que cuando se acaben los dulces del Estado la gran mayoría de los supuestos seguidores fieles y devotos van a hacer mutis por el foro y se van a ir a disfrutar en privado los beneficios de la década ganada. Porque es cierto que para la sociedad lo de ganada es casi una tomada de pelo, pero para ellos fue ganada en serio, y de eso nadie tiene derecho a dudar.

De Vido hizo mucho por imitar a Venezuela. Por suerte no lo logró. Es necesario que si le queda algún amigo le avisen que gastar fortunas en micros y artistas no es convocar multitudes, que los que se aplauden entre ellos están más cerca de ser extras que seguidores. Que su discurso amenazante es solo un patético recuerdo de lo que intentaron hacer de nosotros, degradarnos a la obediencia. Que no siga gritando, tiene menos audiencia que la Presidenta en cadena nacional. No midan la audiencia, es un gran riesgo, va a ser peor.

El Ministerio de la Verdad de Ricardo Forster

Un gobierno que intentó ser eterno y se retira sin pena ni gloria, o mejor dicho, invadido por las penas y olvidado por las glorias. Cuando los acompañó el triunfo, superando el cincuenta por ciento, intentaron ir por todo, aislar al enemigo, eliminar la oposición. Venezuela era el modelo elegido. El bien y la virtud, propiedad del oficialismo; el resto, los disidentes, empleados de los monopolios, los imperios y las derechas. Una maravilla. No eran ni pobres, ni decentes, ni socialistas: se enriquecían con el Estado. El juego y la obra pública marcaban el rumbo esencial de su ambición.

Un gobierno feudal y conservador de derechas que integró restos de viejas izquierdas en su estructura. Un progresismo que adhiere a cambio de un espacio en la cultura, en una concepción del poder donde a nadie le interesa la cultura. Un poder real en manos de los Zannini, los De Vido y los Echegaray, y un decorado en manos de Página/12 y Carta Abierta.

El final de la bonanza y el modelo que había sido su fruto frívolo. Sin energía ni rutas, nos saturamos de automotores; las viviendas y una sociedad concebida entre todos se refugiaron tan solo en el discurso. La obsecuencia se instaló en la categoría de ideología, la lealtad depositada en el aplauso indiscriminado. Los seguidores devinieron en aplaudidores. El apoyo crítico derrotado por el aplauso a todo lo que se formule. El mismo que aplaudió la privatización de YPF canta el himno al estatizarla. Pérdidas enormes para el Estado, ganancias suculentas para sus operadores.

Ricardo Forster es un fanático del supuesto pensamiento nacional, que vendría a coincidir casualmente con el pensamiento oficial. El oficialismo concebido como el único espacio de la virtud y la democracia. Los discursos de la compañera Presidenta, que la gran mayoría de la sociedad apenas soporta, convertidos en materia dogmática. El primer peronismo fue sectario por necesidad, el último Perón convoco a la unidad nacional. El kirchnerismo retrocede a superados sectarismos de izquierda que amontonan burocracias a cambio de supuestas ideologías.

Nombrar a Ricardo Forster es asumir la condición de secta que no quiere ni necesita dialogar con el resto de los pensamientos vigentes. Parecido a Venezuela y al Ministerio de la Verdad orwelliano, encargado de ajustar la historia para que no contradiga los postulados oficiales; muy distantes en logros y fanatismos del resto de los países hermanos.

Amado Boudou es la otra cara del gobierno, la real. Sin ideas, pero con muy claros objetivos. Después de su desnudez que acusaron como linchamiento mediático, después de semejante papelón con los millones del Lázaro Báez, una cuota de ideología era necesaria. Forster es de los que no dudan, de los que nada tienen que ver con los que no obedecen ni aplauden. Eso sí, sin duda cree en lo que propone, y eso merece respeto.

Claro que hay decenas de fanáticos y sectarios en toda sociedad. El gobierno tiene el desafío de integrarlos, lo absurdo es que se delegue en ellos la tarea de gobernar. Es una simple manera de asumir la secta como la estructura elegida para transitar el futuro en el llano. Una manera de aceptar el fracaso de la década extraviada. Son dueños de demasiadas cosas, ahora también de la verdad.

Democracia sólo si ganamos

Las derrotas suelen dejar las almas al desnudo. En los triunfos todos se expresan con dignidad, el único riesgo es la exageración. Por el contrario, las derrotas exponen a que se delate la falta de grandeza, que se caiga en al espacio de lo patético.

Como en las postrimerías del gobierno de Carlos Menem, hoy los seguidores se refieren al valor de los logros. El discurso de la Presidenta fue una muestra de desprecio a quienes no la votamos. Dijo que quería hablar con nuestros dueños, las corporaciones y los bancos, no nos supo respetar como ciudadanos. Los que no la apoyamos somos empleados del mal. Nos alejamos del bien en el momento en que dejamos de aplaudirla.

Había miedo. Flotaba la imagen de la Venezuela dividida, el recuerdo del cincuenta y cuatro por ciento era el mantra oficialista que autorizaba la desmesura. Yo mismo ya me conformaba con la seguridad de que apenas llegarían a ser un tercio de la sociedad. Ahora que sabemos que son sólo la cuarta parte estamos todos más tranquilos.

En el 2011 expresaban una postura más dialogante, más abarcadora. Sacaron demasiados votos y decidieron ir por todo. En ese esfuerzo terminaron perdiendo la mitad.

No son un partido, no quieren a nadie, ni al peronismo ni a Scioli, ni a los que dudan ni a los que callan, ellos gritan y aplauden, están poseídos por el estigma de la verdad. Y acariciados por las delicias del poder.

Son los dueños del “modelo”, un camino sinuoso trazado a manotazos, un adentro delimitado por el enemigo para un grupo donde los odios son más fuertes que los amores.

Alguno buscó la culpa en la ausencia de la ley de medios, imaginaban que si ya nadie opinaba distinto habría llegado la hora donde todos votaran igual.

El voto válido era el que los apoyaba, quien deja de hacerlo cayó en manos de las corporaciones y los imperios. La democracia si ganamos, tan solo en ese caso. Una visión particular.

Gritan que no son cifras definitivas y que siguen siendo la primera fuerza política, y todo es cierto, y si no se calman  ya todo puede ser peor.

Una sociedad donde muchos intentan subirse al poder y todavía nadie se animo a bajarse de él con dignidad. Hasta ahora todos se cayeron. En lugar de agradecer que los hubieran elegido hoy nos acusan por haber dejado de hacerlo.

No sólo terminó un ciclo político, para la gran mayoría se supero el riego del autoritarismo. Pero nos dejan un enorme retroceso, un odio que dividió sin sentido ni necesidad. Somos muchos, demasiados, los que dejamos de saludarnos por una supuesta causa que ni siquiera llegamos a entender.

Nos dejan eso,  un odio que nos va a costar superar.