Personalmente conocí a Lincoln en Barcelona. Me había pedido un reportaje para El País de Madrid (donde colaboraba, además, con una página de ajedrez) y no faltó el amigo que me dijera: “Cuidado con este, que no solo es blanquísimo, sino que es medio anarquista o algo así”. Desde ya que el reportaje fue excelente e inicié, desde entonces, lo que terminó siendo una gran amistad y, por encima de ello, me ganaron un enorme respeto y admiración a la personalidad singularísima de este hombre irrepetible.
Alternaba una bohemia nochera con una enorme capacidad de trabajo, que está recogida en miles de artículos y una docena de libros, algunos tan caudalosos como los cinco tomos de Orientales o los cuatro de Caudillos y Doctores. A lo que debe añadirse una obra erudita sobre Mozart, una notable sobre el cine del medio siglo anterior y otros trabajos históricos. Últimamente, venía publicando en El Observador una serie de biografías de personajes, la mayoría desaparecidos, para la memoria colectiva contemporánea, a la que le imponía mirarse en el espejo de esos hombres de nuestro pasado.
Su memoria era de prodigio. En esas charlas que tanto le gustaban, podía recitar de memoria minutos y minutos, sin perder una línea, de innumerables poetas. Su labor de profesor, admirado profesor, se extendía más allá de las clases y su casa era un ir y venir de muchachos en busca de consejos, libros o lecciones sobre temas tan variados como los de sus obras. Continuar leyendo