Personalmente conocí a Lincoln en Barcelona. Me había pedido un reportaje para El País de Madrid (donde colaboraba, además, con una página de ajedrez) y no faltó el amigo que me dijera: “Cuidado con este, que no solo es blanquísimo, sino que es medio anarquista o algo así”. Desde ya que el reportaje fue excelente e inicié, desde entonces, lo que terminó siendo una gran amistad y, por encima de ello, me ganaron un enorme respeto y admiración a la personalidad singularísima de este hombre irrepetible.
Alternaba una bohemia nochera con una enorme capacidad de trabajo, que está recogida en miles de artículos y una docena de libros, algunos tan caudalosos como los cinco tomos de Orientales o los cuatro de Caudillos y Doctores. A lo que debe añadirse una obra erudita sobre Mozart, una notable sobre el cine del medio siglo anterior y otros trabajos históricos. Últimamente, venía publicando en El Observador una serie de biografías de personajes, la mayoría desaparecidos, para la memoria colectiva contemporánea, a la que le imponía mirarse en el espejo de esos hombres de nuestro pasado.
Su memoria era de prodigio. En esas charlas que tanto le gustaban, podía recitar de memoria minutos y minutos, sin perder una línea, de innumerables poetas. Su labor de profesor, admirado profesor, se extendía más allá de las clases y su casa era un ir y venir de muchachos en busca de consejos, libros o lecciones sobre temas tan variados como los de sus obras.
Blanco blancazo, en algún momento pasó por el socialismo de Vivián Trías (también de estirpe blanca), pero retornó prontamente a su histórica colectividad. Esa convicción asumida y proclamada con una honestidad que no es frecuente no le impedía ser ecuánime con los adversarios. Tenía un enorme respeto por el Partido Colorado, a partir de una admiración razonada por Fructuoso Rivera, a quien consideraba el “más fascinante” caudillo del tiempo de la independencia y de quien escribió páginas memorables. “Solo la mala fe y la ignorancia”, dijo alguna vez, pueden explicar el vituperio tan frecuente a este héroe nacional.
Su independencia de criterio le llevaba a polémicas encendidas. No le toleraba al Frente Amplio sus debilidades, nacionales e internacionales, para con las libertades públicas. Desde esa óptica convencida, hasta libró una inexplicable batalla contra la prohibición del cigarrillo, que fue en definitiva lo que se lo llevó de esta vida.
En lo personal, no solo disfruté de su amistad sino que agradecí y agradeceré siempre el modo en que defendió mi trayectoria política y elogió mis trabajos históricos. A veces, lo hacía a contrapelo de sus correligionarios blancos, pero a él nada le ataba en lo que sentía como convicción.
Un personaje irrepetible. Conversador infatigable y fascinante. Opinador polémico en todos los terrenos, aunque equilibrado en la historia, donde nunca confundió hechos con opiniones ni trató de pasar gato por liebre.
El país pierde un gran ciudadano. Una figura de las que importan en cualquier democracia, de las que, con limpia conciencia y sin temores, están siempre dispuestos a jugarse por la libertad. Eso que tantas veces falta en estos tiempos de lo políticamente correcto, en que no es fácil ser claro y mucho menos disentir con los discursos instalados.