Estos días la sociedad rioplatense se ha conmovido frente a la muerte de cinco jóvenes en una fiesta de música electrónica. Se trató, en el caso, de drogas sintéticas, producidas en laboratorios clandestinos (anfetaminas, metanfetaminas, etcétera), que vienen creciendo en el mundo. La semana pasada, incluso, se requisaron grandes cantidades de esas píldoras que venían de Europa.
Según los datos del último Informe Mundial sobre las Drogas (2015), no se registra un aumento explosivo de los consumidores: se mantiene un número del orden de los 246 millones, pero con unos 187 mil muertos por año. Además, han cambiado las tendencias: ha bajado en algo la cocaína, pero aumentó el consumo de cannabis y de las sintéticas, que además se diversifican constantemente con nuevos productos. En nuestro país, bajó la pasta base y han subido exponencialmente la marihuana y, algo más, las sintéticas.
Mientras en Argentina y Uruguay se lloraban los muertos, la Asamblea de Naciones Unidas estudiaba el tema en una reunión especial, que mostró dos actitudes nítidamente expuestas: Estados Unidos, Rusia, China y en general los asiáticos quieren mantener la actual política, basada en una fuerte represión; México, Colombia y Guatemala sostienen: “El esquema basando esencialmente en el prohibicionismo, la llamada guerra contra las drogas, no ha logrado inhibir la producción, el tráfico ni el consumo de drogas en el mundo”, como dijo el presidente Enrique Peña Nieto. El mandatario colombiano, por su parte, reclamó que se eliminara la pena de muerte en estos casos (lo que es lógico para todos los delitos), que no se incriminara a los consumidores, se reconociera una responsabilidad compartida y se pusiera el acento en la prevención, el tratamiento y la rehabilitación. “Hay que colocar a las personas en el centro de un nuevo paradigma”, enfocado hacia la salud, expresó.
Nos da la impresión de que estamos ante una especie de perplejidad colectiva, una confusión generalizada y una gran inflación de las palabras, al sostener un conjunto de falsas oposiciones. Que no se incrimine al consumidor es absolutamente lógico. Se lo debe ayudar y tratar. Nadie puede estar en contra de que el perjuicio a la salud es de prioritario enfoque.
Que haya que acentuar la prevención es de sentido común. Si no se logra disminuir la demanda, nunca se reducirá la oferta. Y eso nos lleva al tema de la represión, de la que no se podía esperar razonablemente que terminara con el problema. Si algunos pensaron en algún momento que bastaba con esa guerra, estaban muy desenfocados, pero leyendo los documentos oficiales no se encuentra a nadie en esa actitud, ni aun a los más duros.
También digamos que si no hubiera habido represión y Plan Colombia, no sería Juan Manuel Santos el presidente sino, seguramente, algún candidato apoyado por el narcotráfico, que ya tenía hasta un conjunto grande de diputados a su disposición, cuando Álvaro Uribe y el mismo Santos lanzaron su ataque a la sociedad de guerrilla y narcos.
Hablamos de falsa oposición, porque todos los enfoques tienen su razón de ser y deberían convivir, no oponerse. Si no hay represión, seguirán actuando los narcotraficantes a sus anchas; si no se encara la prevención, todo esfuerzo será inútil; si no hay tratamientos adecuados de rehabilitación, se está cometiendo un verdadero crimen.
Todos los caminos conducen, a nuestro juicio, a la idea de que es imprescindible prevenir, para disminuir la demanda. Y que para prevenir hay que informar, disuadir, convencer, especialmente a los jóvenes, sobre los efectos malignos de las drogas. Ahí es donde evidentemente se está fallando. Los de la línea más acentuada sobre la represión poco hacen (como Estados Unidos) en esta materia; los del otro paradigma terminan convalidando el uso de droga. Eso es lo que pasa en nuestro país: la legalización de la marihuana la ha bendecido, la generalidad no tiene la menor idea de sus efectos malignos, incluso cree que hasta es beneficiosa al escuchar informaciones sobre posibles usos medicinales (lo que es bien probable, como pasa con el opio y otras sustancias psicotrópicas, dentro de un cuadro estricto de industrialización farmacéutica).
La marihuana ha crecido desde un 5% de prevalencia a un 23%, según las encuestas oficiales. En los jóvenes universitarios, un 50% ha consumido, casi un 30% lo hace habitualmente y ya casi un 8% con dependencia. Y esto es criminal, porque los efectos perniciosos de esa droga están comprobados en el mundo entero y se empiezan a ver ya en nuestro país. E irresponsable, además, porque al asumirse esa permisividad ante la marihuana, se está validando la búsqueda de placeres artificiales o de elementos químicos de estimulación psíquica o física.
Aparte de los daños sobre la memoria, la atención y aun el conocimiento, las depresiones y la esquizofrenia claramente se estimulan. Lo dicen aquí en Uruguay quienes trabajen en clínicas de rehabilitación y lo acaba de reconocer públicamente el Dr. João Castel-Branco Goulão, director del programa oficial contra las tóxico-dependencias de Portugal. Este país adoptó un sistema particular, en que no hay legalización pero sí despenalización del consumo personal y un sistema de multas y tratamientos obligatorios de rehabilitación. Este profesional considera que el sistema aplicado ha dado muy buenos resultados, pero ha producido una “enorme complacencia social” al cannabis y un aumento comprobado de psicosis agudas y esquizofrenias producidas por esta droga.
En Uruguay seguimos adelante con una ley de dificilísima aplicación, que lleva dos años y medio sin funcionar debidamente y que, próximamente, abrirá otra puerta a la marihuana en las farmacias. El problema, y grave problema, es que estamos ante la complacencia social de que habla el especialista portugués, porque la desinformación a esta altura es un atentado contra la salud pública. Bajo el manto piadoso de no estigmatizar a los consumidores, se está escondiendo la verdad sobre la marihuana. No lamentemos luego sus consecuencias.