No alegra el juicio político a ningún presidente constitucional. Empero, el procedimiento seguido en Brasil, más allá de muchas de sus discutibles y penosas aristas, ofrece todas las garantías al encausado. E independientemente de cómo se dilucide, es fundamental que este abra un tiempo nuevo, en el que los monumentales esquemas de corrupción organizada —como el que afectó al Partido de los Trabajadores— no tengan más lugar.
La situación de Brasil produce hoy una enorme tristeza. Que el país más grande de América Latina, como territorio, como producción y como población, chapotee en el fangal en que se encuentra nos avergüenza y afecta a todos. No podemos dejar de mirar esta etapa de la vida brasileña sin ese sentimiento, porque un Brasil debilitado y desprestigiado resta credibilidad a nuestra región y, en el caso del Mercosur, quedamos aún más paralizados de lo que ya estábamos.
Más allá de sentimientos, es de desear que Brasil procese los cambios políticos en curso cuanto antes, dilucide las enormes responsabilidades penales de las principales figuras del PT y pueda reconstituir un gobierno con estabilidad.
En el caso, no hay que perder de vista lo fundamental: toda esta tormenta arranca en una fenomenal corrupción, sin precedentes, que implicó a todo el partido de gobierno con una profundidad y generalidad que asombra. No se trata de un funcionario extraviado o de algunos abusivos favores clientelísticos. Estamos ante una organización, manejada desde la cúspide del gobierno, para sostener la estructura política del PT y asegurar su permanencia en el poder. Como ocurre siempre, el que robó para la Corona también lo hizo para sí y a la maraña destinada a financiar al partido, se le añadió la voracidad personal de los conductores del proceso. En el camino, cayeron también los principales empresarios de construcción del país, cómplices de la gran maniobra, que ahora se declaran víctimas de una situación que se les imponía, devuelven dinero en cantidades enormes para mejorar su posición judicial y juran que el futuro será distinto. No estamos hablando de empresarios medianos; son los más grandes del país, los más tradicionales, además…
Esta situación moral es muy importante a la hora de mirar el proceso político. Hablar de que hay “una maniobra de la derecha” contra el partido “progresista” es una fantasía propagandística de quienes no quieren asumir la corrupción de una izquierda brasileña que fue emblemática para toda América Latina y hoy es un ejemplo cumplido de traición a sus principios y a su prédica histórica.
En medio de ese tsunami, el Gobierno se hunde en un pozo de descrédito y, a partir de las comprobaciones judiciales, irrumpe el juicio político a la Presidente. Personalmente, hubiéramos preferido que el Supremo Tribunal Electoral anulara toda la elección, al comprobarse que en la campaña de la fórmula presidencial se usaron fondos provenientes de los actos de corrupción. Quizás hubiera sido más claro, porque el fundamento es indiscutible y porque difícilmente el Vicepresidente pueda llenar el enorme vacío político que se abre. Pero el hecho es que, ante un tribunal que no se pronunciaba, se adelantó el juicio político (el clásico “impeachment”) y se vienen cumpliendo, paso a paso, las formas constitucionales.
Es un procedimiento muy garantista, que en cada etapa va exigiendo requisitos formales estrictos y la presencia constante del Supremo Tribunal Judicial, que ha ido controlando lo que se hace. En el caso de la destitución de Fernando Lugo en Paraguay, se escandalizó por la premura del procedimiento, pese a que se había realizado conforme a la Constitución paraguaya. Ese argumento efectista no podrá alegarse en este caso, en que las instituciones vienen funcionando parsimoniosamente dentro de las reglas del Estado de derecho.
Naturalmente, el espectáculo parlamentario del voto del juicio político fue lamentable. Pero lamentable para los dos lados. Esos diputados que votaban y declaraban como ciclistas en la llegada, dedicando su voto a la madre o al Padre Eterno, son —desgraciadamente— el promedio del Brasil político. La democratización de la república tiene esas consecuencias no esperadas: la irrupción de una fauna variopinta y extravagante, salida de las entretelas de una sociedad contradictoria, donde alternan los intelectuales paulistas con los mafiosos cariocas.
Repito: no nos hace feliz el juicio político a un Presidente electo. Pero el fenómeno de corrupción es global e inédito. No es verdad que la Presidente no tenga nada que ver. Si incumplió la ley de ordenamiento financiero, no lo podemos juzgar nosotros a la distancia; lo harán los poderes constituidos y punto. Pero, aparte de ello, ¿quién puede exonerar de responsabilidad a una Presidente que lleva cinco años en el poder y que en todo el período anterior fue jefe de gabinete y ministro de Minas y Energía de Lula da Silva? ¿No se daba cuenta de nada de lo que ocurría a su alrededor, pensaba que los diputados del “mensalão” votaban por convicción y que los multimillonarios contribuyentes a sus dos campañas presidenciales lo hacían por fervor democrático o porque, súbitamente, se habían vuelto simpatizantes del PT? ¿No fue Presidente del Consejo de Administración de Petrobras de 2003 a 2010 y manejó la empresa a través de funcionarios de su íntima confianza? ¿No sabía nada, no se enteraba de nada? Es una persona técnicamente capaz como para imaginarla tan distraída y desaprensiva. Que hoy no medien evidencias de enriquecimiento personal no la exonera de la enorme responsabilidad moral que tiene en el escándalo. Moral y política. Además de jurídica.
Por estas razones, es realmente insostenible ese reflejo de los grupos políticos populistas (o de la sedicente izquierda) que engolan la voz hablando de un “golpe de Estado parlamentario”. Ayer una empresa de construcción anunció que devolverá 280 millones de dólares de lo que facturó en sobreprecios ilícitos para sostener la corrupción de los gobernantes del PT. ¿No se sienten cómplices cuando salen a defender ese gobierno y ese partido? ¿No sienten vergüenza alguna? Es verdad que quienes defienden la dictadura de Nicolás Maduro han demostrado ya un rostro hormigonado como el de los viejos soviéticos. Pero aquí ni se discuten atropellos políticos: se trata de ladrones, de un partido que —como lo han demostrado los jueces— se había transformado en una asociación para delinquir y eternizarse en el poder.