Desde el 25 de mayo de 2010 venimos celebrando bicentenarios: de la Revolución de Mayo, de las inaugurales victorias militares de José Artigas en Las Piedras en 1811 y de José de San Martín en San Lorenzo en 1813, de la instauración de la bandera por Manuel Belgrano en 1812, de las Instrucciones de 1813 a los diputados orientales para el Congreso de las Provincias del Río de la Plata, de la Constitución de la Liga Federal en 1815, y, próximamente, de la declaratoria de la independencia argentina, el 9 de julio de 1816, en el histórico Congreso de Tucumán.
No faltan quienes consideran superfluas estas celebraciones, a veces por el pueril argumento de su costo, otros, por la resignada comprobación de que la muchachada ni se entera o bien por la superficialidad novelera muy de moda de que miremos el presente, porque lo otro ya pasó. Más importantes, en cambio, son otros argumentos.
Hay toda una corriente historiográfica que, con la idea de superar a los héroes de bronce, se pasa al extremo de ignorar la relevancia de esos acontecimientos que lideraron. Así les fue a los historiadores que intentaron explicar la historia europea sin Napoleón o la Revolución rusa sin Lenin. En todo caso, es una visión trasnochada, cuando hace ya muchos años que la visión social y económica ha enriquecido los estudios del pasado, para superar el relato heroico de grandes gestas militares y teatrales episodios políticos.
Por otro lado, ha ocurrido que hemos sufrido en toda América latina, y muy especialmente en el Río de la Plata, los abusos de la memoria y aun de la historia. Aquella es un recuerdo, siempre subjetivo, singular, de quienes evocan un hecho del pasado. La historia es un complejo proceso de reconstrucción de ese pasado sobre la base de memorias variadas, normalmente contradictorias, y hechos que ya no están en el recuerdo de nadie, pero que, en el terreno social o científico, fueron relevantes en su tiempo.
A la memoria se la estira como un bandoneón para extraer de ella una presunta legitimación de actos del presente. Así ocurre, como lo recuerda Paul Ricœur, el “abuso” de quienes orientan ese recuerdo para proclamarse a sí mismos voceros oficiosos de víctimas o demandantes de alguna causa de justicia para la que carecen de autoridad. La historia “reciente” ha sido campo propicio para esa tergiversación. En Uruguay, por ejemplo, a cualquier joven que se le pregunte contra quién luchaban los tupamaros normalmente dirá: “Contra la dictadura militar”, cuando el hecho es que ellos intentaron derribar la democracia, fueron juzgados por los jueces de la democracia y ya estaban presos cuando sobrevino la dictadura. Es verdad que esta los maltrató injustamente, pero eso ya es otro tema.
En un terreno aún más amplio, durante el siglo XIX, la mirada nacionalista de los Mitre en la Argentina, los Bauzá en Uruguay o los Amunátegui en Chile fue necesaria para la consolidación de la república y la afirmación de un sentimiento nacional. Pero luego se prestó también a enfoques parciales, producto, a su vez, de la confrontación política: unitarios y federales en la Argentina, colorados y blancos en Uruguay, colorados y liberales en Paraguay. Desgraciadamente, cuando ya deberíamos estar empleando los aportes que han modernizado el estudio del pasado, nos encontramos todavía con versiones que retuercen los hechos para hacerles decir algo en el presente. En la Argentina, es notorio que ha mediado una campaña denigratoria de Domingo F. Sarmiento, Bartolomé Mitre y Julio A. Roca y de desprecio de todo lo que pudiera considerarse “liberal”; se ignora así la profundidad de este concepto, inspirador de nuestra emancipación, con su idea de la soberanía nacional y la libertad de conciencia. A título de combatir algunas políticas económicas que exageraron su rechazo a la intervención del Estado, se produjo un reduccionismo de la idea liberal a fin de sustentar políticas populistas, violatorias de los límites que el Estado de derecho impone al poder.
Como ejemplo de ese abuso, hace un par de años se pretendió desconocer la declaratoria de la independencia en el Congreso de Tucumán y sostener que la verdadera independencia argentina había sido el Congreso de Oriente, convocado por Artigas en Concepción del Uruguay, y del que participaron, además de la Provincia Oriental, Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba y Misiones. El propósito era evidente: el Congreso de Tucumán era “liberal”, “doctoral” y, en consecuencia, merecía más repudio que aplauso, frente a la congregación de las provincias rebeldes. Más allá de simpatías, que en lo personal las tenemos para la asamblea artiguista, el hecho es que nunca pretendió ser una declaratoria de independencia; nadie la ha celebrado como tal en Uruguay y de lo que se trataba era de lograr una negociación con Buenos Aires para estructurar una confederación de provincias soberanas que aún no lograban amalgamarse en una nación.
Debemos entonces, como sociedades, como repúblicas, preservarnos de esos abusos, pero también, y muy especialmente, de los que se alejan con indiferencia de la mirada histórica. Como decía Marc Bloch: “La incomprensión del presente nace fatalmente de la ignorancia del pasado”. Difícilmente avanzaremos, y más en estos tiempos de globalización, si no entendemos el trabajoso proceso de construcción de las instituciones que nos rigen, si no distinguimos lo coyuntural de lo estructural (a veces de remotos orígenes) o si no asumimos que todos somos partes de una evolución; caeremos en el recurrente mito adánico que hace creer a muchos regímenes que parten de la nada e intentan refundar nuestras repúblicas. Como pasa en la Argentina, que hoy tiene que normalizarse sobre los escombros del último y abusivo intento refundacional del kirchnerismo.