(Desde Wahsington DC, exclusivo para Infobae).- El puente que Francisco ha colaborado a reconstruir y ahora se apresta a recorrer entre La Habana y Washington fue concebido originalmente hace más de un siglo. La orgullosa isla caribeña siempre tuvo una relación muy ambigua con su gigante vecino del norte. Fue precisamente la intervención estadounidense la que les permitió a los cubanos liberarse del yugo colonial español, conjuntamente con Puerto Rico, Filipinas y otras posesiones asiáticas, muy tardíamente allá por 1898. Un verdadero anacronismo. A cambio, la entonces potencia emergente estableció una especie de protectorado sobre esta isla, a diferencia de sus hermanos portorriqueños y los filipinos que siguieron como colonia americana y en el primer caso terminaron como estado libre asociado.
Pareciera que siempre Cuba necesita de un tutelaje externo. Acudió a los americanos para liberarse de los españoles, décadas después a Moscú para alejarse de Washington y con el colapso soviético y hasta hace poco tiempo la influencia y el dinero llegaron de Venezuela…pero los petrodólares bolivarianos se acabaron. Con esta reconciliación intermediada por el primer Papa jesuita y latinoamericano de la historia, tal vez este pueblo culto, altivo y orgulloso pueda por primera vez en su vida lograr una autonomía real sin ser parte de los juegos de poder de otras potencias. Pararse y ser ellos mismos, persiguiendo sus verdaderos objetivos, como la mayoría de sus hermanos latinoamericanos, sin la necesidad de ser solo una pieza en el juego de ajedrez de los más grandes.
Los EEUU siempre han tenido en Cuba una especie de playa de maniobras para sus aspiraciones de grandeza. Fue la guerra de la independencia cubana, protagonizada entre gringos y españoles, su bautismo de fuego como potencia emergente mundial. Con la derrota de los realistas, Washington no solo se agencia nuevos territorios y colonias, sino que también se recibe de poder central al haber triunfado en el campo de batalla sobre una vieja monarquía europea. Algo similar a lo que al mismo tiempo protagonizaba Japón cuando enviaba al fondo del océano a la flota imperial del Zar de todas las Rusias. Washington estaba en aquella época en una carrera expansionista brutal que le había permitido a las trece colonias fundadoras originales de la Nueva Inglaterra atlántica llegar al Pacífico, comprarles a los franceses la Louisiana y a los rusos Alaska, ocupar la Florida española, arrebatarles medio territorio a sus vecinos mexicanos, incluyendo Texas y hasta avanzar sobre el reino insular de Hawaii. Pronto vendría el Canal de Panamá y la partición de Colombia y sus intentos de tutelaje sobre todo el Caribe y Centroamérica. Nacían las “banana republics”.
Muchos cubanos siempre se resistieron y persistieron con sus intentos por una independencia real. Décadas más tarde al derrocar al dictador títere y corrupto Fulgencio Batista pensaron que ese momento había llegado. Pero no fue así. Los jóvenes aristócratas de formación jesuítica que bajaban de la Sierra Maestra rápidamente se entregaron de cuerpo y alma a un nuevo imperio mucho más lejano, el soviético que desde Moscú pretendía arrebatarles el poder mundial a los americanos del norte. Así fue que esta isla se convirtió en el escenario de uno de los momentos más tensos del aguerra fría, cuando con la crisis de los misiles el mundo casi estalla en un holocausto mundial. La historia cuenta que la providencial actuación del Papa Juan XXIII fue clave para enfriar los ánimos. No en vano el ocupante de la Casa Blanca de entonces era católico, el primero de la historia.
Ahora nuevamente otro Papa, esta vez jesuita, logra que sus casi alumnos cubanos y otro presidente norteamericano receptivo lo escuchen y avancen en un entendimiento que hasta hace poco tiempo parecía imposible. Otro anacronismo de épocas pretéritas, como cuando la isla seguía siendo una de las últimas colonias españolas del mundo. Francisco consiguió así remover un obstáculo importante en la necesaria reconciliación entre el norte y el sur de nuestro hemisferio. Un logro impresionante y un avance imprescindible para toda la civilización a la que pertenecemos.