El Congreso está en estos días en pleno análisis del Presupuesto General de la Administración Nacional para el próximo año. La discusión sobre este proyecto que el Poder Ejecutivo presenta ante la Cámara de Diputados antes del 15 de septiembre de cada año, en el que se definen los recursos con los que se contará en el siguiente año y a qué se van a destinar, implica largos y acalorados debates, tanto dentro de la Comisión de Presupuesto y Hacienda como en las sesiones de ambas Cámaras, que suelen terminar a altas horas de la noche.
La lógica nos indicaría que si destinamos tanto esfuerzo a decidir el presupuesto —aunque hoy en día, dada la mayoría oficialista, resulta prácticamente imposible modificar siquiera una coma del proyecto que envía el Poder Ejecutivo al Congreso—, igual o más importante debería ser el control del Congreso sobre su ejecución, a través de la denominada Cuenta de Inversión, tal como ordena el artículo 75, inciso 8 de la Constitución Nacional.
Sin embargo, la práctica es la opuesta. La rendición de cuentas de los Gobiernos el Congreso la trata como un mero trámite, sin discusión ni difusión suficiente. No se controla qué se hizo con ese presupuesto, si se cumplieron las metas propuestas, si se utilizaron los recursos en los programas para los que se destinaron y si se llevaron a cabo las obras estipuladas, entre otros controles básicos.
Nadie imagina una sociedad exitosa donde no exista una revisión estricta sobre sus administradores, ni se auditen los gastos realizados o el cumplimiento de las funciones encomendadas. Sin embargo, cuando nos referimos al Estado nacional, que es el principal agente económico del país y administra los recursos de todos los argentinos, nos encontramos con que ese control prácticamente no existe. Continuar leyendo