Cuentas de Inversión: la otra cara del Presupuesto Nacional

Manuel Garrido

El Congreso está en estos días en pleno análisis del Presupuesto General de la Administración Nacional para el próximo año. La discusión sobre este proyecto que el Poder Ejecutivo presenta ante la Cámara de Diputados antes del 15 de septiembre de cada año, en el que se definen los recursos con los que se contará en el siguiente año y a qué se van a destinar, implica largos y acalorados debates, tanto dentro de la Comisión de Presupuesto y Hacienda como en las sesiones de ambas Cámaras, que suelen terminar a altas horas de la noche.

La lógica nos indicaría que si destinamos tanto esfuerzo a decidir el presupuesto —aunque hoy en día, dada la mayoría oficialista, resulta prácticamente imposible modificar siquiera una coma del proyecto que envía el Poder Ejecutivo al Congreso—, igual o más importante debería ser el control del Congreso sobre su ejecución, a través de la denominada Cuenta de Inversión, tal como ordena el artículo 75, inciso 8 de la Constitución Nacional.

Sin embargo, la práctica es la opuesta. La rendición de cuentas de los Gobiernos el Congreso la trata como un mero trámite, sin discusión ni difusión suficiente. No se controla qué se hizo con ese presupuesto, si se cumplieron las metas propuestas, si se utilizaron los recursos en los programas para los que se destinaron y si se llevaron a cabo las obras estipuladas, entre otros controles básicos.

Nadie imagina una sociedad exitosa donde no exista una revisión estricta sobre sus administradores, ni se auditen los gastos realizados o el cumplimiento de las funciones encomendadas. Sin embargo, cuando nos referimos al Estado nacional, que es el principal agente económico del país y administra los recursos de todos los argentinos, nos encontramos con que ese control prácticamente no existe.

La Cuenta de Inversión, a cargo de la Contaduría General de la Nación, la analiza primero la Auditoría General de la Nación, luego la Comisión Parlamentaria Mixta Revisora de Cuentas y finalmente ambas Cámaras del Congreso. En estos últimos cuatro años en los que estuve en el Congreso y conformé dicha comisión, el cuerpo legislativo aprobó las cuentas de los años 2007 a 2013, todas ellas correspondientes a esta gestión. Las mayorías oficialistas en los tres cuerpos mencionados hacen que el resultado del examen sea previsible y la discusión sumamente limitada.

Y no termina allí. Durante este año, sobre el final del Gobierno de la actual presidente, la Cuenta de Inversión cobró de pronto relevancia. Porque, al igual que en Gobiernos anteriores, quien termina su mandato como presidente intenta avalar su gestión a través de la aprobación de la Cuenta por el Congreso, acaso como una manera de garantizar su impunidad una vez afuera del poder. Y en ese afán, fueron tratadas con una rapidez insólita las Cuentas correspondientes a los ejercicios 2011, 2012 y 2013, remitidas a los legisladores de la Comisión Parlamentaria Mixta Revisora de Cuentas con menos de una semana de anticipación a su tratamiento. Un puñado de días para estudiar más de mil doscientas páginas.

Independientemente de la rapidez con la que se trataron las cuentas desde 2007 hasta 2013, la oposición las rechazó todas, porque el Gobierno nacional modificó el presupuesto aprobado por el Congreso con diversos mecanismos inconstitucionales que van desde la delegación de facultades a través de la ley de superpoderes hasta la sanción de decretos de necesidad y urgencia que no respetaron los requisitos que exige la Constitución.

Entre 2003 y 2013 las modificaciones al Presupuesto sumaron un 20% promedio anual, con un pico del 31% en el año 2007. La necesidad que ha tenido el Poder Ejecutivo de modificar tan ampliamente el presupuesto que él mismo propuso al Congreso tiene como lógica explicación que las proyecciones macroeconómicas que se expusieron en los proyectos presupuestarios resultaron ser a todas luces inverosímiles, tal como se señaló en los debates parlamentarios.

Con el Instituto Nacional de Estadística y Censos (Indec) intervenido, el Gobierno propuso todos estos años un índice de inflación muy por debajo de lo que la realidad indicaba, prometió un superávit fiscal que desapareció hace cinco años, con un aumento alarmante en estos últimos tres, y realizó todo tipo de proyección reñida con la realidad económica (tipo de cambio, balanza comercial, subsidios, etcétera).

Como resultado, en los últimos siete años se amplió caprichosamente el presupuesto porque los números nunca dan y los recursos no alcanzan. Estos recursos, que crecieron 1053% nominalmente en el período 2003 a 2013, sin embargo, quedaron lejos respecto a la evolución de los gastos, que en este mismo período aumentaron 1222%. Es decir, tuvieron mucho pero gastaron aún más. Todo esto se logró con un nivel de presión tributaria récord y con potestades legislativas delegadas a partir de la incomprensible prórroga de la ley de emergencia económica, que lleva 13 años de continuidad.

La ineficacia en el empleo de los recursos fue otro de los importantes motivos que llevó al rechazo de las cuentas, dada la falta de ejecución o la terminación de las obras comprometidas —en escuelas, obras viales, viviendas, etcétera—, a pesar de haber gastado todo el dinero previsto para ello. Para citar un ejemplo, dentro de la Dirección Nacional de Vialidad, solamente el 40% de las obras planificadas fue ejecutado en el período 2003 a 2013, con un valor máximo en el año 2008, donde el 76% de las obras no se realizó.

Estas observaciones y otras, no menos importantes, se repitieron sistemáticamente durante todo el período kirchnerista.

En definitiva, estas inconsistencias y arbitrariedades deben ser observadas por un próximo Gobierno que incluya en su agenda un Congreso que reasuma sus potestades legislativas y recupere su función de control frente al Poder Ejecutivo, tal como lo exige la democracia.