La escandalosa fuga de los condenados por el triple crimen de General Rodríguez, amén de las sospechas y suspicacias que genera , dilemas que el Ministerio Público Fiscal y la Justicia Penal deberán resolver, coloca al Gobierno nacional y a los Gobiernos provinciales en la obligación de modificar sustancialmente las políticas penitenciarias que se vienen desarrollando desde hace más de treinta años.
El Sistema Penal del Estado ha sufrido durante todo este tiempo innumerables “retoques de maquillaje”. Desde el cambio en las denominaciones de las jerarquías en las distintas fuerzas policiales y de seguridad, hasta el enfermizo marketing de colores partidarios en patrullas, motos y edificios. Sin olvidar la “siembra” de cámaras de video en miles de sitios, aparentemente “estratégicos”.
Se designaron miles y miles de efectivos policiales, con sus nuevos y coloridos uniformes, bien almidonados, pero sólo con seis meses de preparación antes de entregarles pistola, placa y autoridad.
Toda esta irresponsable parafernalia multicolor no logró el ansiado descenso en los índices delictivos -pese a la manipulación de las estadísticas oficiales, a la que somos adeptos los argentinos- como así tampoco, la merma en el uso de la violencia en las distintas formas de comisión criminal.
Tampoco se logró detener el avance dramático del narcotráfico como crímen organizado y su directísima incidencia en la criminalidad común o improvisada.
La Justicia Penal y el Ministerio Público -al menos una preocupante mayoría de sus operadores- abrazaron, con la pasión de un amante adolescente, la pseudo-docrtina del abolicionismo penal , con toda su batería de dislates a cuestas.
La cárcel, último peldaño del sistema penal del Estado o del “aparato represivo”, quedó reducido a un depósito de seres humanos, donde lo único que se denuncia es el hacinamiento y la superpoblación. Nunca la necesidad de construcción de nuevas unidades o de reparación de las existentes.
El trabajo y el estudio de los internos ha quedado limitado a la iniciativa personal de cada uno de ellos. La seguridad de las prisiones es una entelequia. La Unidad de “maxima seguridad” de General Alvear es un ejemplo tragicómico de lo antedicho.
En lugar de formar nuevos y mejores agentes penitenciarios, se formó el ”Vatayón militante”.
Y así.
Inaugurar cárceles —o reparar las existentes— es políticamente incorrecto. Nadie quiere la foto cortando cintas entre rejas y muros. Nadie quiere el epígrafe: “Ellos construyen cárceles. Nosotros construiremos escuelas, hospitales y fábricas”, en los afiches de la próxima campaña electoral. Y de la próxima. Y de la próxima.
Los ministros encargados de comandar políticamente los distintos servicios penitenciarios deberán ser inflexibles, tanto con carceleros como con encarcelados. Sin vulnerar derechos de las personas sometidas al poder punitivo del Estado. Pero tampoco olvidando los derechos de los que no cometieron delitos.
El presidente de la República y los gobernadores tienen ahora la oportunidad de girar el timón hacia aguas turbulentas; ruta necesaria para encontrar las nuevas costas de un sistema penal -al menos- más razonable.