Inaugurar cárceles es políticamente incorrecto. Nadie quiere la foto cortando cintas entre rejas y muros. Nadie quiere el epígrafe “Ellos construyen cárceles… Nosotros escuelas, hospitales y fábricas”, en los afiches de la próxima campaña electoral… Y de la próxima. Y de la próxima.
Inaugurar cárceles supone inversiones millonarias en obras públicas de arquitectura antipática; sin posibilidad de marquesinas, fotografías gigantes del gobernante de turno, color de pintura partidaria o carteles que indiquen “Fulano cumple”…
Inaugurar cárceles trae aparejada la obligatoria capacitación de cientos de efectivos del Servicio Penitenciario y la provisión de logística (armamento, protección de los internos y del personal, sistemas electrónicos de seguridad, etc.). Hay que instalar, organizar y mantener cocinas, comedores, baños, locutorios para abogados, sitios para recreación y visitas familiares, talleres, etcétera.
La cárcel es una pequeña ciudad entre muros. Con organización y gobierno interno. Pero, además, debe ser un sitio que -amén de la seguridad para carceleros y encarcelados- brinde la posibilidad de ‘resocializarse’ al que decidió o fue empujado por las circunstancias a cometer un delito, a convertirse en antisocial.
Pero esta ecuación no es tan simple.
Deben sumarse al dilema las contradicciones del discurso jurídico-penal vigente en nuestro país.
A saber:
Para el abolicionismo penal, la cárcel no sirve para nada. El Estado no está “legitimado” para imponer penas. La sanción penal es un abuso del poder, cuándo éste “sustrajo” el conflicto a los particulares y lo convirtió en “delito”…
Para el “mano-durismo” penal, la cárcel no debería ser sino un depósito amurallado de criminales, lo más alejado posible de la civilización. Si fuera en la Antártida, mejor. Sólo agua y comida suficiente para la supervivencia, hasta la muerte del condenado entre esos muros…
Para los políticos en campaña, el concepto de “cárcel” varía según el ritmo de las encuestas de opinión o los sondeos de imagen. Unas cucharaditas de abolicionismo, media tacita de manodurismo, una pizca de garantismo y una generosa ración de demagogia para acompañar el plato terminado.
Así surgen las frases vacías de contenido como “hay que terminar con la puerta giratoria”, “las penas deben cumplirse”. “el delincuente debe estar en la cárcel y el honesto en su casa, tranquilo”, entre otras citas célebres…
Sin embargo, la escandalosa ola delictiva que nos azota, el fracaso en la prevención criminal, la ineficacia de la Justicia Penal, los alarmantes índices de reincidencia, etc. obligan a producir urgentes reformas en el sistema penal del Estado. Debe comenzarse por el último eslabón, la cárcel.
Si el último peldaño del sistema penal no funciona, todo lo demás se desmorona como castillo de naipes.
En las actuales circunstancias, la cárcel no cumple con sus objetivos constitucionales. No debe propiciarse su eliminación, pero si su profunda reforma. El encarcelado (procesado, condenado con sentencia recurrida o condenado con sentencia firme) debe trabajar, estudiar o realizar cualquier otra actividad que no implique ocio negativo, que se traduce en violencias de la más variada índole. Pena con tratamiento. Pena con posibilidad de resocialización.
No es simple. Es complicado. Pero, es posible.
Y no suena tan “piantavotos”… ¿no?