La diputada nacional Elisa Carrió arremetió sin piedad contra el Poder Judicial. O, mejor dicho, contra ciertos sectores de la administración de Justicia y del Ministerio Público. Dijo la legisladora de Cambiemos: “Estoy harta de haber sido denunciante porque no había fiscales en la nación que denuncien”; “tener custodia permanente cuando los asesinos y delincuentes están libres”. Al tiempo, consideró: “Si no hay justicia, la Argentina no tiene destino”.
Al integrar el Ministerio Público, que en la provincia de Buenos Aires es constitutivo del Poder Judicial, soy parte interesada y, por ende, me alcanzan las generales de la ley.
Sin negar que puedan existir integrantes del Poder Judicial y del Ministerio Público que no honren su juramento, o que, lisa y llanamente, hayan cometido o cometan delitos, la inmensa mayoría de los integrantes de la Justicia somos gente de bien, con nuestros errores y nuestras limitaciones. Con nuestros aciertos y nuestros desatinos. Pero gente honesta al fin de cuentas, con una enorme vocación de servicio y amor por nuestro trabajo.
Sin embargo, no estamos dando las respuestas que la ciudadanía exige, en su carácter de sostén de las instituciones republicanas mediante el pago de sus tributos y destinataria de nuestras decisiones.
El fuero penal de los tribunales argentinos se ha convertido en una burbuja ideológico-doctrinaria, donde abundan teorías foráneas y estrambóticas que se ubican en el otro extremo del sentido común.
En los tribunales penales se aplauden vigorosamente las frases ininteligibles —construidas con palabras inventadas— de los gurúes locales del abolicionismo vernáculo. Se adora a su máximo exponente y se lo posiciona en la categoría de semidiós del derecho penal argentino. Se hace cola para conseguir una estampita de Michel Foucault, de Thomas Mathiesen, de Nils Christie, de Louk Hulsman, de Raúl Zaffaroni…
Pero estas conductas enfermizas no sólo alcanzan a los operadores del derecho en el pretorio, sino también a las futuras generaciones de abogados, todavía en formación. En Facultades de Derecho, Escuelas de Posgrado, Institutos de Derecho Penal y de Derecho Procesal Penal, Consejos de la Magistratura, etcétera, se han instalado obligatoriamente, como si se tratara de las tablas de Moisés, los ridículos postulados abolicionistas que consideran al delito como una creación política. Que el proceso penal es una farsa de los poderosos, quienes les quitaron a los particulares el conflicto y la posibilidad de resolverlo entre ellos. Que la cárcel no sirve para nada. Que el Estado no está legitimado para imponer penas. Que la pena es otro hecho político para llenar de pobres e indigentes las agencias policiales y penitenciarias, para saciar las ansiedades de las clases dominantes frente a la sensación de inseguridad… Y la más trágica, que el crimen es un mero conflicto y la muerte violenta es una contingencia inevitable.
Frente a este revoltijo de ideas inconexas y estrafalarias, no es disparatado pensar que el fuero penal del Poder Judicial está gravemente herido, casi en terapia intensiva. Habrá corruptos, sí. Pero también existe una inmensa mayoría de hombres y mujeres de bien que han abrazado estas pseudodoctrinas con total honestidad y totalmente convencidos de sus beneficios.
Esta maldita siembra de ideas afiebradas ha calado hondo en estudiantes de Abogacía, abogados particulares, fiscales, defensores, jueces de instancia, jueces superiores y hasta jueces supremos. Será un camino largo —muy largo— el que debemos recorrer aquellos que consideramos que el derecho penal es sanción, y no un pasaje a Disneyland.