El Gobierno nacional y los provinciales han fracasado, hasta el momento, en su intento de neutralizar los cortes de calles, avenidas, rutas y puentes. El piquete se ha transformado en una parte de la geografía urbana y suburbana argentina, y no hay protocolo, directiva, sugerencia u orden que pueda desterrarlo o, al menos, reglamentarlo, pese al esfuerzo de las autoridades constituidas.
Para los fundamentalistas de esta modalidad, el piquete es la materialización del ejercicio pleno de la garantía constitucional de “peticionar ante las autoridades”, dimanante del artículo 14 de la ley fundamental argentina. Para los moderados, entre los que me encuentro, el piquete es un exceso en el ejercicio de un derecho que vulnera los derechos de los demás; destruye de este modo el equilibrio dinámico de prerrogativas y obligaciones que surgen de los textos constitucionales de la república.
Dejando de lado las discusiones doctrinarias sobre la existencia o no del derecho a la protesta (el plexo constitucional vigente habla del derecho a peticionar a las autoridades), lo cierto es que los cortes de calles, rutas y puentes constituyen —para quienes no están formando parte de ellos— una de las causas de irritación más grandes de la vida en comunidad.
Pero, ¿acaso una inmensa mayoría de argentinos no hemos participado de algún piquete, cuando se corta la luz, el agua, el gas o colapsan las cloacas? ¿No hemos cortado calles, rutas y puentes cuando el Estado se apropió de nuestros ahorros? ¿No hemos invadido el espacio público cuando nuestro equipo de fútbol salió campeón o le ganó a su tradicional rival? ¿No han cortados rutas, caminos y puentes los trabajadores del campo argentino en la crisis por la resolución 125/2008 sobre retenciones móviles? ¿Acaso muchos de nuestros compatriotas no cortaron por tiempo indeterminado el puente internacional General José de San Martín, que une las localidades de Puerto Unzué, en la provincia de Entre Ríos, República Argentina, con Fray Bentos, capital del departamento de Río Negro, en la República Oriental del Uruguay, por el conflicto con una planta de pasta de celulosa, ubicada en territorio uruguayo?
Hoy en día, realizan piquetes los trabajadores, los sindicalistas, los estudiantes, los profesores, los padres de los estudiantes, los vecinos, las amas de casa… Muchas veces van a los cortes hasta las mascotas, para no dejarlas solas en casa.
El piquete no es sólo el corte de la vía de comunicación. Muchas veces la escenografía piquetera está acompañada de cubiertas de caucho o pilas de basura y madera incendiadas. Jóvenes —y no tanto— con sus caras cubiertas con ridículas máscaras, emulando a los milicianos zapatistas de la década del noventa. Algunos energúmenos portan palos u otras armas caseras. En los piquetes menos violentos se pueden ver cacerolas y otros cacharros, botellas de plástico, redoblantes o cualquier otro adminículo con capacidad para generar ruido, mucho ruido. Molestar es la consigna. Hacerse ver y oír. Si llegan los canales de televisión, con sus móviles de exteriores, ¡mucho mejor!
Cabe preguntarse si alguna vez lograremos ejercer nuestros derechos sin vulnerar los derechos del prójimo. Si haremos realidad aquella máxima que reza: “Los derechos de Juan terminan donde empiezan los de Pedro”.
Cuando Rudolph Giuliani (alcalde de Nueva York, 1994-2001) introdujo sus políticas de seguridad en la Gran Manzana, para transformar una ciudad peligrosa en una urbe modelo para el mundo, además de su liderazgo, su equipo de trabajo, las normas promulgadas o reformadas, contó con un elemento irreemplazable: la más absoluta decisión y colaboración del pueblo neoyorkino para restringir sus propios derechos en beneficio del bien común, cumpliendo y haciendo cumplir toda norma que fuera en ese sentido.
Carlos Santiago Nino, ese gran jurista argentino prematuramente fallecido en 1993, dijo que Argentina era (es): “Un país al margen de la ley”; tal el título de una de sus últimas obras (Buenos Aires: Emecé, 1992, reeditado en Barcelona: Ariel, 2005). Tal vez en el análisis de las palabras del maestro podamos interpretar muchos de nuestros fracasos.