No es ninguna originalidad la práctica de crear formas lingüísticas equívocas para que determinado discurso o relato llegue adecuadamente al público que se pretende seducir con la palabra. Tal vez el ejemplo de Antonio Gramsci explicando el marxismo en sus obras, otorgándole a determinadas expresiones medulares de dicha teoría múltiples acepciones e interpretaciones, sea el más gráfico y difundido. Pero de ninguna manera es el único en la historia del pensamiento universal. La distorsión lingüística y la interpretación dirigida han llegado hasta los textos sagrados de las grandes religiones monoteístas.
Volando mucho más bajo que el legendario filósofo, político y periodista italiano y que los grandes teólogos, en nuestras tierras existe una pseudodoctrina jurídica, pretendidamente filosófica, con veleidades de sistema único y revelador, que ha calado hondo en varias generaciones de abogados: el abolicionismo penal.
Siguiendo alguno de los postulados de pensadores como Thomas Mathiesen, Nils Christie, Louk Hulsman y Michel Foucault, los gurúes locales del abolicionismo vernáculo han creado un verdadero vocabulario gramsciano del derecho penal. Otorgan categorías ontológicas y valores de verdad a vocablos que, hasta hace muy poco tiempo, significaban otra cosa.
Hoy, en las facultades de derecho, en las escuelas de posgrado, en los consejos de la magistratura, en los institutos de derecho penal y de derecho procesal penal, en las asociaciones profesionales de criminología (crítica, por supuesto), el crimen se dice “conflicto”. Criminal se dice “sujeto en conflicto con la ley penal”. Cárcel se dice “jaula de exterminio”. Sistema penal del Estado se dice “aparato represivo”. Estado se dice “organización política deslegitimada”. Derecho Penal se dice “discurso represivo deslegitimante”. Poder Judicial, policías, servicios penitenciarios, patronatos de liberados, etcétera, se llaman “agencias del poder punitivo deslegitimado”. Reincidencia, peligrosidad, antecedentes criminales son “categorías estigmatizantes del derecho penal del enemigo”, y así. La lista es interminable, aburrida y, muchas veces, de difícil pronunciación. Eso transforma a este nuevo glosario en una herramienta muy atractiva para aquellos que deben afrontar monografías, exámenes, tesis y tesinas. Sus examinadores quedan pasmados de admiración ante semejante despliegue intelectual.
Con respecto a la palabra víctima, los capitostes del abolicionismo local y sus adláteres no han encontrado un sinónimo que sea incapaz de correr el velo de la inequidad. Entonces, lisa y llanamente, la han suprimido de su sistema. Algunos, más moderados, hablan de “damnificado” u “ofendido”.
La tergiversación del lenguaje técnico-jurídico pretende cubrir las inmensas lagunas que el abolicionismo pretende desconocer. O, tal vez, encubrir su verdadero objetivo: la destrucción del sistema penal del Estado.
Aunque con miles de fieles seguidores en las aulas, en los estudios jurídicos y en el Pretorio, los abolicionistas no podrán cambiar las nociones básicas del derecho y de la Justicia. No alcanzará con la decoración —o decoloración— de la palabra.
La palabra nos diferencia del resto del reino animal, según Aristóteles. Es decir, nos hace racionales. Sin embargo, la manipulación del lenguaje también ha llevado al hombre a la concreción —y muchas veces, la justificación— de las mayores atrocidades de la historia planetaria.
Tal vez debamos imitar a los españoles, que no llaman “cola” a los glúteos humanos, sino “culo”.