El eterno retorno de la Petropolítica

Una vez más, el petróleo se está convirtiendo en estos días en un decisivo actor global. La caída del precio del petróleo compromete el equilibrio presupuestario de varios países cuya economía está atada decisivamente al producto de la renta energética. Algunas de estas naciones se encuentran en el centro de los conflictos mundiales de nuestros días: Irak, Siria, Rusia y, en nuestra región, Venezuela. 

Empujado por una retracción en la economía china, la persistencia del estancamiento europeo y el decidido camino emprendido por los EEUU para alcanzar el autoabastecimiento energético, el precio del petróleo ha experimentado una baja considerable en las últimas semanas.

La dependencia de la importación petrolera es significativa en el caso de China: el 61 por ciento de sus requerimientos de combustibles deben ser adquiridos en el extranjero. En el caso de India, importa el 75 por ciento de su energía.

La política de Arabia Saudita parece confirmar la preferencia por la conservación de un porcentaje decisivo del mercado global a costa de sacrificar precio. Continuar leyendo

El triste recuerdo del vuelo KAL 007

La catástrofe del derribo del vuelo de Malaysia Airlines en territorio ucraniano trae a la memoria inmediatamente al fatídico 1 de septiembre de 1983. Aquel día, un Boeing 747 de Korean Airlines con 269 personas a bordo fue bajado por cazas soviéticos cuando sobrevolaba territorio de la URSS sin autorización.

El episodio constituye uno de los más serios incidentes de la historia de la Guerra Fría. Entre los pasajeros, viajaba un congresista norteamericano. El vuelo se dirigía de Nueva York a Seúl, con una escala intermedia en Anchorage (Alaska). Las autoridades soviéticas afirmarán luego que desconocían que se trataba de un vuelo comercial. El hecho contribuyó a deteriorar más aun la mala imagen del régimen comunista en todo el mundo. Tres años más tarde, el desastre de Chernobyl terminará de dañar el prestigio soviético.

Quien fuera embajador soviético en Washington, Anatoly Dobrynin, afirmó que el régimen “esperó hasta el 6 de septiembre cuando una declaración oficial de la Agencia TASS reconoció que el avión fue derribado por error por un caza soviético. Para ese entonces ya se habían dañado seriamente los intereses permanentes de la Unión Soviética. Las semillas de la campaña anti-soviética, siempre presente en Occidente, se propagaron en forma inmediata y tomaron nueva vida”.

Numerosas versiones conspirativas se tejieron en torno al caso del vuelo KAL 007. Sin embargo, el episodio parece haber obedecido a un error. Stephen Glain escribe en su libro “State vs. Defense: The Battle to Define America’s Empire” (2011): “Desde luego, la reacción de la Casa Blanca a la tragedia no incluyó referencias al hecho de que las unidades de frontera soviéticas estuvieron los dos años anteriores alertadas por las maniobras agresivas norteamericanas a lo largo del este de Rusia. Tampoco mencionaron otra cuestión fundamental: poco después de detectar el vuelo KAL 007, el radar soviético había reconocido un avión de reconocimiento RC-135 de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos, un Boeing 707 reconvertido, al este de Kamchatka, husmeando pruebas misilísticas soviéticas. Reagan conoció los hechos a través del habitual informe diario del director de la CIA Casey, quien le dijo que “pudo haberse generado una confusión entre el avión de reconocimiento de los EEUU y el avión de KAL al aproximarse al área noreste de la Península de Kamchatka. En sus memorias, publicadas en 1996, Robert Gates deja en claro que la mayoría de los análisis de la CIA y de la Agencia de Inteligencia para la Defensa sospechan que los soviéticos en tierra confundieron el avión. Esa conclusión fue confirmada una década más tarde cuando el presidente Boris Yeltsin entregó a la Organización para la Aviación Civil Internacional de las Naciones Unidas las transcripciones de la caja negra del vuelo KAL 007, recogidas por los soviéticos poco después del derribo del avión”.

Inmediatamente después de conocerse la noticia del ataque al avión surcoreano, el presidente de los EEUU, Ronald Reagan, realizó una fuerte condena a la Unión Soviética. Las relaciones entre las dos superpotencias atravesaban entonces un período de alta agitación: el 8 de marzo de ese año 1983, Reagan había calificado a la URSS como “un imperio del mal”. En un retorno a los tiempos conflictivos de la guerra fría, y suspendiendo la política de entendimientos progresivos practicados entre norteamericanos y soviéticos durante la década del 70 (detente), el presidente Reagan impulsó durante su primer mandato (1981-85) un programa de aumento desmedido del armamento misilístico impulsando su estrategía de “Guerra de las Galaxias” con el fin de obligar a la Unión Soviética a redoblar el esfuerzo económico interno para mantener o intentar mantener la paridad militar entre las dos superpotencias.

Estados Unidos ingresará entonces en un período de gran endeudamiento interno llevando el déficit fiscal a niveles récord pero consigue el objetivo estratégico de “ahogar” a la economía soviética y provoca la aceleración de la caída del socialismo real y la disolución del imperio soviético.

La hora del desencanto

¿Le ha llegado a la Unión Europea su “invierno del descontento”? Los resultados de las  elecciones del pasado domingo 25 para renovar el Parlamento europeo así parecen indicarlo.

En prácticamente la totalidad de los 28 países que eligieron eurodiputados han surgido partidos anti-sistema que parecen expresar millones de voluntades que no se ven representadas ni contenidas por los moldes partidarios tradicionales de la socialdemocracia y la democracia cristiana.

En España los dos grandes partidos -el conservador Partido Popular y el socialdemócrata Partido Socialista Obrero Español- consiguieron en conjunto menos del 50% de los votos. La hecatombe provocó la caída del líder del PSOE, Alfredo Pérez Rubalcaba quien decidió renunciar a la dirección del partido. El PP y el PSOE han gobernado España sucesivamente en los últimos treinta años. El ex presidente Felipe González ha puesto en duda hace tiempo la continuidad del bipartidismo español. La magnitud de la crisis española ha llevado a González confesar no ver mal un Gobierno conservador apoyado por los socialistas “o al revés”, pues cree que los partidos deben responder a lo que “España necesite en cada momento” y resaltó el ejemplo alemán, donde las circunstancias “sí llevaron a que los dos grandes partidos”, el SPD y la CDU, “se pusieran de acuerdo para sacar al país adelante”.

El temblor llegó también a Francia, donde el gobernante socialismo del presidente Francois Hollande obtuvo menos del 15% de los votos. No le fue mejor a la derecha: ambos fueron superados por el ultranacionalismo de Marie Le Pen. La hija del legendario líder de la ultraderecha gala se alzó con la victoria y consiguió 24 de las 74 bancas que Francia posee en el Europarlamento. “Es un terremoto”, reconoció el primer ministro, Manuel Valls. Y admitió: “Estamos en una crisis de confianza”. Hollande en tanto, se confesó el lunes 26: “Hay un profundo descreimiento en los partidos de gobierno”.

Mientras tanto, en el Reino Unido, el Partido de la Independencia (UKIP) se convirtió en la sorpresa al relegar en los primeros cómputos a los partidos tradicionales: conservadores, laboristas y liberales. En Alemania en tanto, si bien el partido de gobierno de Angela Merkel (conservadora) no fue castigado como en otros países, una agrupación auto-calificada como neo-fascista obtuvo una banca. Convertido en una suerte de solitario gobernante vencedor, el primer ministro italiano  Matteo Renzi, quien solamente lleva once semanas en el cargo, ha visto legitimado su gobierno: su formación obtuvo el 34% de los votos.

En tanto, al otro lado del Atlántico, The New York Times calificó el resultado electoral con la advertencia de la “insurgencia de una enojada erupción de populismo” a lo largo del continente europeo y se alarmó por la elección de “rebeldes, outsiders, xenófobos, racistas y hasta neo-nazis”.

La abstención y el voto protesta son la nota central de esta elección. El desencanto llamado euroescepticismo confirma la tendencia general de esta era de la globalización: conviven en el mundo el ascenso fulgurante de grandes potencias como China, Rusia, India y Brasil junto a la relativa decadencia de Europa. Mientras tanto, los EEUU conservan su rol como primera nación de la tierra aunque han perdido su capacidad de ejercer el poder mundial de manera hegemónica y deben compartir el liderazgo en el marco del G-20.

El hecho de que el voto protesta abarcó países cuyas economías están en crecimiento, como Alemania y el Reino Unido, países con economías estancadas como Francia y países con profunda recesión-depresión como Grecia, abre un interrogante sobre el eventual agotamiento del exitoso proceso de integración de la Europa de posguerra.

Las dificultades para formar coaliciones entre los partidos eurofóbicos se puso en evidencia inmediatamente. En las horas siguientes a los comicios se ha desatado una “guerra abierta” entre los líderes emergentes del domingo 25: la francesa Le Pen y el británico Nigel Farage, cada uno con una bancada de dos docenas de europarlamentarios. El requisito de contar con miembros de al menos siete estados torna compleja la constitución de bloques. El auge de los euroescépticos parecería no alcanzar para trabar el funcionamiento de la Eurocámara, aunque si para complicar la adopción de decisiones.

Pero la incapacidad para unir esfuerzos de estas opciones extremas no puede hacer olvidar la evidencia del malestar y el desconcierto de muchos ciudadanos europeos ante la peor crisis de la historia del proyecto comunitario. Las promesas incumplidas de progreso y prosperidad, la presencia de una dirigencia que pretende forzar la realidad bajo la armadura de sus dogmas, en lugar de adaptar sus ideas a las necesidades de la realidad de los hechos y la falta -sobre todas las cosas- de una vocación cultural y generacional de identidad continental. El exceso de gasto público en todos los estamentos nacionales y comunitarios ha llevado al hartazgo de una población cansada de soportar la carga impositiva más escandalosa de la historia.

El hedonismo y el relativismo cultural occidental encuentra en Europa su punto de mayor expresión. Quizás su mayor muestra puede encontrarse en la declinante participación en las elecciones europeas. En 1979, en la primera votación de eurodiputados, votó el 62%. El pasado domingo, solamente el 43%.

Mientras tanto, la dirigencia política europea se indigna frente a la previsible reacción rusa en la crisis ucraniana y no advierte hasta qué punto la Unión Europea incurrió en juegos peligrosos al pretender incorporar a Ucrania a su seno. Del mismo modo, Europa se desayuna perpleja ante el acercamiento de Rusia a China y no advierte que fuera de sus límites se alza un nuevo mundo pujante y de progreso.

Las elecciones del domingo han provocado un verdadero tembladeral en las grandes capitales europeas. Imponen a sus gobiernos y a sus pueblos el desafío de repensar su rol en Europa y el rol de Europa en el mundo. Pero sobre todas las cosas, ponen a Europa frente a sí misma. Ya no podrán culpar a los Estados Unidos, a los chinos o a un villano llamado Vladimir Putin.

Dijo De Gaulle, después de la guerra, ante una Francia destruida: “Me dicen que faltan caminos, hospitales, escuelas y casas y yo les digo: falta confianza. Francia debe volver a creer en sí misma”.

Entender Rusia

Suele citarse la frase de Churchill en el Parlamento respecto de la actitud de la Unión Soviética en la guerra: No puedo asegurar qué hará Rusia. En efecto, Rusia es un enigma, envuelto en dudas, rodeado de misterios”. Pero, al mismo tiempo, no suele citarse la segunda parte de la frase: ”Sin embargo -dijo Churchill- creo que hay una clave. Y esa clave es el interés nacional de Rusia”. Es útil recordarlo: Inglaterra dudaba por cuánto duraría el pacto Molotov-Ribbentrop, es decir, el acuerdo de cooperación firmado por los ministros de Asuntos Exteriores de la URSS y el Tercer Reich. Churchill comprendió, acertadamente, qué haría finalmente Stalin.

La crisis desatada en las últimas semanas entre Rusia y Ucrania se ha instalado en el centro del conflicto mundial y ha concentrado el análisis y la atención de observadores de todo el planeta. Para comprender la naturaleza del conflicto conviene, entonces, entender Rusia.

En primer lugar, es útil entender cómo Rusia se ve a sí misma. En este plano, resulta crucial entender que el pueblo y la dirigencia rusa considera que la suya fue y es una gran potencia mundial. Una figura como Mikhail Gorbachov, inmensamente popular en Occidente por hacer destruido un sistema totalitario oprobioso, es considerado altamente impopular en Rusia por ser sindicado como el hombre que destruyó un imperio. Prueba de ello fue el resultado que obtuvo en las elecciones presidenciales en las que participó en 1996: unos trescientos mil votos, es decir, el 0,5 por ciento del total. En este orden, a nadie puede sorprender que Vladimir Putin haya sostenido, hace casi diez años que la disolución de la Unión Soviética había sido el mayor error histórico del siglo. Pero añadió entonces: ”Aquel que no extrañe a la Unión Soviética, no tiene corazón; aquel que quiera reconstruir la Unión Soviética, no tiene cerebro”.

La segunda particularidad rusa que se repite a lo largo de toda su historia es el rol central que la dirigencia política -de los zares a hoy- otorgan a la seguridad del Estado. La concepción que Rusia tiene de sí misma es la de un inmenso territorio sometido al peligro real o imaginario de una posible invasión. Sus extensas planicies han sido escenario de al menos dos ataques externos -con Napoleón y con Hitler- en los último doscientos años. De allí que para el Kremlin sea vital contar con una estructura de seguridad que otorgue un control territorial que asegure la supervivencia del Estado ruso. En este plano debe entenderse el papel decisivo que tienen para Moscú los llamados “ministerios de poder”, es decir, el servicio de inteligencia (FSB, ex KGB), el Ministerio del Interior, el Ministerio de Asuntos Exteriores y el Ministerio de Defensa (FFAA). En este mismo plano debe comprenderse la obsesión soviética por impedir el surgimiento de “vías alternativas al socialismo” en países del Pacto de Varsovia como Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968.

El tercer elemento que es valioso tener en cuenta es la idea de soberanía limitada que Moscú tiene de Ucrania. La recurrente pretensión rusa de forzar a Ucrania a convertirse en un país-satélite es un dato objetivo de la historia. Naturalmente, esa realidad inquieta a Occidente pero dicha inquietud no puede obviar la interrelación histórica existente entre ambas naciones. La propia complejidad de la historia ucraniana, su permanente tensión entre las políticas pro-occidentales y las pro-rusas, y su realidad sociológica en la que, por caso en Crimea, más del sesenta por ciento de su población es rusa, son realidades tan evidentes que ignorarlas solo podían conducir a la crisis que ha tenido lugar. En el último siglo, Ucrania ha sido independiente tan sólo durante poco más de veinte años. En este punto, es evidente que una política como la seguida por la Unión Europea o la OTAN en pos de incorporar a Ucrania no podía sino suponer un juego peligroso para los intereses de Moscú.

El cuarto punto a destacar es el que nos brinda el contexto en el que tienen lugar estos sucesos. Dicho marco confirma aquello que Robert Kagan describió como “El retorno de la Historia, y el fin de los sueños”, es decir, la reaparición de actores indispensables en el plano mundial, nota distintiva del proceso histórico que estamos viviendo. El orden mundial surgido de la caída del Comunismo y la disolución de la Unión Soviética (1989-1991) podía caracterizarse como la Pax americana en el cual los Estados Unidos hegemonizó durante unos quince años el núcleo de poder mundial. Hoy, los Estados Unidos siguen siendo el principal país de la tierra y conservan la condición de principal potencia económica mundial y primera potencia militar del mundo. Sin embargo, dos acontecimientos decisivos, la tragedia del 11 de septiembre de 2001 y la crisis financiera de 2008/9, han marcado la relativa disminución de esa hegemonía. En nuestros días, Washington comparte el liderazgo de poder mundial y la centralidad de las decisiones globales con actores que han reemergido en los últimos diez o quince años. Entre ellos, China, Rusia, Brasil y la India. El G-20 parece conformarse como nueva plataforma de poder mundial. La Argentina, conviene recordarlo, es uno de sus miembros.

Occidente ha optado primero por no leer atentamente el llamado de la historia, luego por imponer sanciones que solo confirman el actuar detrás de los hechos y por último, impulsar una demonización de la figura de Putin. La incomprensión occidental respecto de la realidad de los valores rusos solo ha conducido hasta ahora a un deterioro en la situación y al aumento de tensión que pone en riesgo la paz y la seguridad internacional.

Entender Rusia tal como es y no como querríamos que fuera es el primer paso necesario para analizar la realidad de los hechos. Recomienda Spinoza: “No llores. No rías. Comprende”.