Las listas testimoniales introducidas en la elección legislativa del 2009 fueron una decisión de Néstor Kirchner para intentar tratar de superar una situación política compleja para el gobierno nacional. Por el mes de abril de 2009, el gobierno tenía un grado de desaprobación de 72% contra un 21% de aprobación a nivel nacional, que no había podido remontar desde el conflicto del campo, casi un año antes.
Por supuesto que esta decisión trajo infinitas discusiones en el mismo seno del kirchnerismo, que incluso forzó a muchos dirigentes del espacio a ser parte de estas listas más allá de su propio convencimiento. Pero la discusión central pasaba por entender si se trataba de un fraude al electorado y si era ética o no la decisión de postularse a cargos que sabían que no iban a asumir. En la opinión pública la batalla era a pérdida. El 79% de la gente no estaba de acuerdo con esta práctica y casi un 50% no lo estaba porque creía que era una jugada que debilitaba las instituciones. De alguna manera esto se reflejó en las urnas, donde el oficialismo a pesar de ir en la emblemática provincia de Buenos Aires con una lista que encabezaban el mismo Néstor Kirchner, Daniel Scioli, Sergio Massa y Alberto Balestrini sólo consiguió un 32% de los votos, y fueron superados por Francisco de Narváez, quien unos meses antes era desconocido por gran parte de los bonaerenses.
Para las elecciones legislativas de este año el oficialismo parece tener la enorme dificultad de no encontrar candidatos expectables en los principales distritos del país: provincia de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Cuidad de Buenos Aires. Tal vez por esta razón vuelva a sobrevolar el tema de acudir nuevamente a la estrategia de las candidaturas testimoniales.
¿Qué grado de aceptación podrían tener en el electorado? Hoy el contexto tiene diferencias y similitudes. La aprobación del gobierno nacional es de un 32% y la desaprobación del 60%, diez puntos porcentuales mejor que en ese momento, pero las expectativas y el grado de optimismo general es mucho más bajo. Por otra parte, la preocupación por defender la calidad institucional y el recelo ante crecientes niveles de corrupción se han incrementado y esto no deja lugar a la aparición de prácticas que pueden ser entendidas como poco éticas o fraudulentas. De esta manera, el contexto actual podría imponer una condena moral a estos procedimientos que, si bien son legales, esto no los convierte en legítimos.