La Constitución Nacional tiene solamente cuatro cláusulas con carácter sancionatorio: el artículo 15, que señala como un crimen la celebración de contratos de compraventa de personas; el 18, que hace responsables a los jueces por la mortificación de los presos; el 22, que señala el delito de sedición y el 29, que caracteriza como infames traidores a la patria a los legisladores que concedieren al Poder Ejecutivo facultades extraordinarias o la suma del poder público.
La circunstancia que la Constitución haya colocado al tratamiento de los reclusos en el mismo rango de preocupaciones que la esclavitud, la sedición y la suma del poder público revela la prioridad que el constituyente asignó al problema de las prisiones. Sin embargo, lo cierto y lo concreto es que jamás se sancionó a juez alguno por las mortificantes condiciones de alojamiento a que son sometidas las personas privadas de la libertad, aunque no hayan faltado motivos para ello.
Cumplir el mandato constitucional de tener cárceles sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos (según postula la Carta Magna), puede ser un buen motivo para pensar en un modelo penitenciario diferente al que caracteriza nuestra realidad. Pero si ello no fuera suficiente, también puede pensarse en otras dos razones que aconsejan el cambio: 1) los elevadísimos costos que representa para el erario público (para el bolsillo de los contribuyentes) mantener prisiones que arrojan dudosos resultados, y 2) la consideración de que los presos van a recuperar la libertad en un momento de sus vidas (nadie puede ser condenado a morir en la cárcel) y la regla general es que van a salir en peores condiciones que cuando ingresaron, de modo que retroalimentan el círculo vicioso que dificulta la convivencia pacífica. Continuar leyendo