Por: Mario Juliano
La Constitución Nacional tiene solamente cuatro cláusulas con carácter sancionatorio: el artículo 15, que señala como un crimen la celebración de contratos de compraventa de personas; el 18, que hace responsables a los jueces por la mortificación de los presos; el 22, que señala el delito de sedición y el 29, que caracteriza como infames traidores a la patria a los legisladores que concedieren al Poder Ejecutivo facultades extraordinarias o la suma del poder público.
La circunstancia que la Constitución haya colocado al tratamiento de los reclusos en el mismo rango de preocupaciones que la esclavitud, la sedición y la suma del poder público revela la prioridad que el constituyente asignó al problema de las prisiones. Sin embargo, lo cierto y lo concreto es que jamás se sancionó a juez alguno por las mortificantes condiciones de alojamiento a que son sometidas las personas privadas de la libertad, aunque no hayan faltado motivos para ello.
Cumplir el mandato constitucional de tener cárceles sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos (según postula la Carta Magna), puede ser un buen motivo para pensar en un modelo penitenciario diferente al que caracteriza nuestra realidad. Pero si ello no fuera suficiente, también puede pensarse en otras dos razones que aconsejan el cambio: 1) los elevadísimos costos que representa para el erario público (para el bolsillo de los contribuyentes) mantener prisiones que arrojan dudosos resultados, y 2) la consideración de que los presos van a recuperar la libertad en un momento de sus vidas (nadie puede ser condenado a morir en la cárcel) y la regla general es que van a salir en peores condiciones que cuando ingresaron, de modo que retroalimentan el círculo vicioso que dificulta la convivencia pacífica.
Sin remontarnos a realidades muy diferentes a las nuestras, como podrían ser las de los países escandinavos o los Países Bajos, existen experiencias en la región que reconocen la posibilidad de pensar en establecimientos carcelarios respetuosos de la dignidad de las personas y que cumplen finalidades útiles para la sociedad. Tal el caso del Centro de Rehabilitación Punta de Rieles, en nuestra cercana República Oriental del Uruguay (Montevideo), que nos muestra un modelo a tener en consideración.
Punta de Rieles es una cárcel de mediana seguridad que aloja a más de quinientas personas que han sido condenadas por diferentes delitos. Como consecuencia de una política de Estado acordada por los partidos políticos uruguayos, se ha implementado lo que, a grandes rasgos, se podría caracterizar como una cárcel pueblo, donde los internos pueden desarrollarse plenamente en lo laboral, en lo educativo, en la atención de la salud y en lo social, con la única restricción de no trasponer el límite perimetral del muro. Dos datos indican la relevancia de esta experiencia: en tres años sólo se ha registrado un episodio de violencia grave tras los muros y el índice de reincidencia de los liberados es del 2 por ciento. Cifras inverosímiles para nuestra realidad.
Mucho se podría hablar de la estimulante experiencia de Punta de Rieles, pero estamos convencidos de que no existen modelos exportables, que se puedan comprar como un paquete cerrado. Esta forma de asumir la realidad difícilmente se ha mostrado exitosa. Pero lo que sí se puede hacer es levantar la nariz del ombligo y cotejar lo que ocurre a nuestro alrededor (lo bueno y lo malo) para tratar de mejorar nuestra forma de vida. Mejorar las cárceles, sin lugar a dudas, es mejorar la forma de vida del resto de la sociedad.