Por: Mario Juliano
Inti Paillalef (2 años y 6 meses), Pablo Altamirano (14 meses), Oscar Peche (15 meses), Matías Sánchez (2 años), Gastón Gómez y Deolinda Romero (19 meses), Julio Canteros (1 año), Mercedes Pedraza (10 meses), Nancy Romero (2 años), Horacio Cerenez (2 años), José Alfredo Herbel (1 año, 10 meses y 14 días), Franco Manuel Visuara y Jorge Mariano Díaz (7 años), Juan Marcelo Castro y Emanuel Ezequiel Fabricius (3 años), Carlos Burgos (3 años), Néstor Horisberger (2 años), Orlando Andrés Barriga (1 año y 7 meses), Liliana Cerosti (2 años y 3 meses), Leandro Roig (2 años y 11 meses).
La lista podría continuar, de modo indefinido, y no hace más que describir, poniendo en nombres, apellidos y medidas de tiempo, el horror sufrido por hombres y mujeres que tuvieron que atravesar la experiencia de la prisión habiendo sido inocentes de toda inocencia. Los datos pueden ser corroborados googleando los nombres de las personas que se indican o ingresando en el Banco de la Infamia, que es el sitio donde la Asociación Pensamiento Penal guarda el registro periodístico de algunos de los casos (los que toman estado público) de presos sin condena que al cabo del tiempo son absueltos o sobreseídos.
Jorge Luis Borges dijo que la cárcel es una experiencia de la que jamás se sale, de la que uno nunca se libera, a pesar de recuperar la libertad. Los cientos y miles de ciudadanos, muchos más de los imaginables, que pagan el tributo a un dudoso concepto de seguridad que reclama el encarcelamiento (la prisión preventiva) de modo instantáneo, antes de conocer con certeza la participación de los sospechosos en los delitos que se les atribuyen, dan testimonio de esta certidumbre.
La Constitución (la carta de navegación de los argentinos) tiene resuelto el dilema (el riesgo de encarcelar a personas inocentes) desde mucho antes de que tuviéramos noción de la existencia de Carlos Zaffaroni, el garantismo y las corrientes que pretenden abolir el sistema penal. El artículo 18, escrito en 1853, a la luz de los candiles y con una pluma y un frasco de tinta, nos promete, a nosotros, a la posteridad y a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino: “Ningún habitante de la Nación puede ser penado sin juicio previo fundado en ley anterior al hecho del proceso”. No obstante el claro y expreso mandato, muchos funcionarios públicos (los jueces los primeros) que juraron cumplir y hacer cumplir ese y otros mandatos, persisten en ignorarlo y minimizarlo, con las consecuencias señaladas.
Uno de los problemas de la Argentina es la ausencia de datos estadísticos confiables y fidedignos en ciertas áreas de la realidad, lo que imposibilita hablar con acabado conocimiento de causa de los temas que abordamos y nos lleva a hacerlo, las más de las veces, de modo un tanto intuitivo. Eso es lo que sucede, a grandes rasgos, con el mundo penal y sus manifestaciones más trascendentes. El último dato sobre “presos inocentes” es de 2005 (es probable que haya sido tanta la vergüenza que se optara por no seguir publicando estas estadísticas) y proviene de la Procuración General de la Corte de la provincia de Buenos Aires, que señalaba que tres de cada diez presos concluyen sus procesos con un sobreseimiento o una absolución. Es decir, que permanecieron privados de la libertad siendo inocentes. No creo (y esta es una afirmación intuitiva, pero basada en una gran experiencia) que esos datos se hayan modificado con el tiempo.
A este dato se suma otro: la cantidad de presos que de haber sido juzgados con pleno imperio de los derechos y las garantías, con un sentido reductor y limitativo del poder punitivo, que, por cierto, no caracteriza a nuestro Poder Judicial, probablemente hubiesen terminado absueltos o, al menos, con sanciones que no hubiesen entrañado el rigor penitenciario (la importante cantidad de presos por tenencias insignificantes de sustancias estupefacientes así lo corrobora).
Este es uno de los preocupantes enfoques del tema. Sin embargo existe la posibilidad, inquietante, de analizarlo desde otro prisma.
El otro enfoque del mismo tema son las reacciones de cierta parte de la sociedad (y de alguna dirigencia) que se agravia y se desgañita frente a la supuesta puerta giratoria, que, lejos de tratarse de un beneficio, es un derecho que posibilita que individuos sospechados por la comisión de un delito aguarden su juicio en libertad, eventualmente, con algún tipo de aseguramiento (pulseras electrónicas, garantes, control de organismos administrativos, etcétera), para minimizar las posibilidades de encarcelar a un inocente.
No ingresaremos aquí en el análisis de la dudosa categoría de la puerta giratoria, que se emplea como una verdad consolidada con argumentos meramente intuitivos. Lo que interesa analizar es si existe la posibilidad de conciliar las dos caras de la misma moneda: que los supuestos delincuentes (sobre los que no pesa una sentencia condenatoria que afirme esa condición) sean neutralizados con el inmediato encarcelamiento luego de ser detectados por el sistema penal y los riesgos de que los sospechosos, al cabo del tiempo, resulten ser inocentes, lo que debería constituir un verdadero escándalo. Este es el real dilema que debería interpelar a los que se empecinan en ver una sola cara de la moneda, sin hacerse cargo de la otra: la posibilidad de que algunos (no interesa cuántos) de los prisioneros preventivos en realidad sean inocentes y les estemos infiriendo un daño de imposible reparación ulterior.
¿Estamos en condiciones de seguir pagando ese precio? ¿Qué clase de sociedad es aquella que se muestra insensible ante dolores ajenos evitables, incapaz de experimentar la sensación de la empatía? ¿Qué cantidad de personas en estas condiciones estamos dispuestos a aceptar? En definitiva, y recurriendo a la vieja máxima de la Ilustración, ¿qué preferimos: un culpable libre o un inocente preso?
Conscientes de esta problemática, la Asociación Pensamiento Penal implementó el Observatorio de Prácticas del Sistema Penal, que, entre otras cosas, se encarga de acompañar causas donde se advierte con claridad el error judicial. Como, por ejemplo, ocurrió con Cristina Vázquez, en Misiones, que tuvo que llegar hasta la Corte Federal para que se ordenase un pronunciamiento ajustado a derecho, pese a lo cual aún permanece privada de la libertad en el calabozo de una comisaría. O como, por estas horas, sucede con los Aguirre Taboada (padre e hijo) en Cipolletti, dos veces enjuiciados por el mismo hecho que no cometieron.
Una sociedad civilizada también es la que se conmisera por la suerte (o la desgracia) de todos sus integrantes, sin excepciones. Y tenemos la impresión de que hoy, exactamente a esta hora (parafraseando al genial Armando Tejada Gómez), no son pocos los ciudadanos que miran el cielo a través de una reja y se lamentan por la desgracia que les tocó en la vida.