El volumen del dolor

Una catástrofe de las características de la tragedia ferroviaria que tuvo lugar en Santiago de Compostela, pone a prueba el morbo de la sociedad, la atracción enigmática de ese tipo de noticias es perturbadora y resulta no poco perversa. Permite representar una forma abstracta de aflicción. Ochenta muertos desconocidos hacen que un presidente, dos reyes, cuarenta políticos y tres ardientes lagartos se desplacen con celeridad y gesto adusto al lugar de los hechos, que las emisoras de radio y televisión consternadas hablen del caso con la voz entrecortada por el exabrupto de un sollozo que nunca cuaja, que luchen por la primicia locutores con pañuelo en mano, con la voz frágil entre publicidad y publicidad.

Eso sí, aclarando antes de que ni siquiera tenga lugar una investigación profesional al respecto, que todo es culpa del señor maquinista, una persona preparada al detalle, experimentada, concienzudamente vigilada, que por el arrebato de no perder el “bonus” que les dan por llegar a tiempo, aceleró a 190 kilómetros por hora al entrar a una curva peligrosa y a cinco kilómetros de la estación final. O sea concluyendo en un “pis pas” que repentinamente el diestro chofer se volvió completamente loco.

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