El volumen del dolor

Martín Guevara

Una catástrofe de las características de la tragedia ferroviaria que tuvo lugar en Santiago de Compostela, pone a prueba el morbo de la sociedad, la atracción enigmática de ese tipo de noticias es perturbadora y resulta no poco perversa. Permite representar una forma abstracta de aflicción. Ochenta muertos desconocidos hacen que un presidente, dos reyes, cuarenta políticos y tres ardientes lagartos se desplacen con celeridad y gesto adusto al lugar de los hechos, que las emisoras de radio y televisión consternadas hablen del caso con la voz entrecortada por el exabrupto de un sollozo que nunca cuaja, que luchen por la primicia locutores con pañuelo en mano, con la voz frágil entre publicidad y publicidad.

Eso sí, aclarando antes de que ni siquiera tenga lugar una investigación profesional al respecto, que todo es culpa del señor maquinista, una persona preparada al detalle, experimentada, concienzudamente vigilada, que por el arrebato de no perder el “bonus” que les dan por llegar a tiempo, aceleró a 190 kilómetros por hora al entrar a una curva peligrosa y a cinco kilómetros de la estación final. O sea concluyendo en un “pis pas” que repentinamente el diestro chofer se volvió completamente loco.

Y número dos, pero de ningún modo menos importante, aclarando también que aunque el tren se parecía al AVE (Alta Velocidad España, a la sazón el negocio que el país está exportando al mundo con notable éxito en tiempo en que ni el cardo germina por los suelos del Quijote), aunque era familia directa suya, y corría por su mismo ancho de vía, el tren en realidad no era AVE, sino que era ALVIA. Aclarando que no pertenecía a esa raza de traslados confortables, puntuales y veloces que España exporta al mundo.

Si bien hay que reconocer que a todos nos impactan más esos ochenta muertos juntos en un episodio de tal dimensión, así como los relatos de quienes asistieron al desastre, que si somos informados de cuarenta accidentes donde perecen por separado la misma cantidad de personas, con las mismas cantidades de penurias sembradas en las existencias de sus parientes, y con infinitamente menos resonancia mediática, con sepelios a los cuales no acude ni el ayudante del alcalde del pueblo, ni siquiera el vigilante nocturno del barrio.
Ochenta fallecidos tan desconocidos para los sufrientes del paripé mediático y mediatizado, como la suma de los fallecidos por accidentes de tráfico en períodos vacacionales como Semana Santa.

El dolor es algo personal e intransferible, los afectados pueden y deben estar acompañados, pero ¿qué hace un Rey rondando ese dolor? ¿y por qué la prensa habla más de un presidente y unos ministros que van al lugar de los hechos a hacerse una foto de condolidos, en lugar de hablar de cada una de las víctimas y la manera de mitigar las penurias que atravesarán desde este preciso instante? ¿Por qué en vez de ese gesto atormentado, de ese pañuelo cercano, de ese ademán cabizbajo, el político de turno no cesa su empeño de poner en marcha leyes y sancionar medidas que devalúan, mellan y van en detrimento de la calidad de lo público? que será al fin y al cabo, lo que quienes queden heridos en la carne y en el alma necesitarán de ahora en más.

Lo precisarán tanto en el momento de la foto como cuando haya pasado toda esta representación histriónica del dolor en los altos cargos públicos y los medios de comunicación, esta competencia por demostrar a quien le acongoja y le consterna más la pena de esas pobres familias.

En lugar de ir a palmear el hombro de algún pariente derrumbado, acariciar el grasiento pelo de algún plebeyo con el pulmón agujereado, ¿por qué no los ayudan aportando, como mínimo, los emolumentos de un año? Sólo los de un año. La mayoría de los medios hoy hacía más énfasis en el pretendido deber cumplido de los poderosos, de los figurines, de los superstars para con la amasijada plebe y su prole, que en guardar un decoroso silencio y mostrar una pizca de buen gusto y respeto. Me temo que cualquier resultado de una seria investigación en el terreno está condenada de antemano a dormir en un cajón intangible. En el mismo aparador donde desapareció la verdad del caso del siniestro de SpanairParece ser que todo es gas.

Pero entonces aparece en escena toda esa masa de gente anónima, a la que al igual que a las víctimas nunca se les concede el protagonismo, pero están en primera línea prestos a ayudar para lo que se precise, los que nunca brillan hasta que se los necesita, los médicos, el personal sanitario, bomberos, la gente de toda índole, condición y ralea haciendo colas interminables para ofrecer sangre, muchos de ellos en paro, muchos de ellos ninguneados y pisoteados en cada recodo complicado del camino, gente que no experimenta la menor duda en el momento de arriesgar su vida para ayudar al prójimo.

Ese es el capital de España, el espíritu que la hace especial y humana en las ocasiones en que se precisa. La misma masa adormilada frente a los abusos de los dilapidadores, es la que pega un rebote y se activa de manera altruista, cada vez que se la requiere. Pero al final la masa no cuenta, el objetivo de la cámara capta mejor al individuo.
Y entonces todo es gas.
Gas.