Por: Martín Guevara
No podría afirmar cuánto tiempo llevaban golpeando la puerta, ni siquiera diría que el sonido de los golpes logró despertarme, pero me sacó del profundo estado de inconsciencia en que había pasado las últimas horas. No sentía las piernas ni los brazos, pero sí un cúmulo de punzadas, tambores, aguijonazos, en el interior de mi cabeza.
Levanté un párpado y dirigí la mirada a la puerta, alzando el hilo de voz que logró salir de los pulmones.
—¿Quién es?
—Abra la puerta, es la seguridad del hotel.
Recién ahí me di cuenta de que estaba solo. La noche anterior o cuando quiera hubiese cedido a la gravedad para caer desplomado en aquella cama, había estado rodeado de amigos y de una novia de la cual no alcanzaba a recordar el nombre ni la cara (Honky Tonk Woman). Fui hasta la puerta mirando el suelo para esquivar vasos, botellas y algunos trozos de comida. Abrí.
Eran dos hombres corpulentos y una empleada del hotel; me invitaron a bajar sin preámbulos, dijeron que luego me dirían el motivo de tal desvelo. Les pedí que me permitiesen vestir y lavar la cara; uno de ellos conmigo en la habitación mirándome mientras me echaba agua y la aplastaba contra las mejillas y la frente para que penetrase por los poros y llegase al centro de la resaca. Encontré el pantalón, la camisa y mi cordón de cuero del cuello, pero…
—Los cigarros, no encuentro los cigarros. —El tipo los señaló con la mirada, estaban en el suelo, aplastados, junto a un billete de veinte pesos. Recogí ambos y, como si nunca hubiese estado dormido, eché mano de la botella más cercana y antes de que el tipo me pudiese decir algo, me tomé el fondo que le había quedado, como recomendaba ese viejo truco para la resaca.
¿Habríamos roto algo? ¿Alguien se habría ido sin pagar? ¿O simplemente le habría dado una sirimba a alguno de los que la noche anterior habíamos subido a las dos habitaciones que yo había alquilado en el hotel Riviera?
Llegamos al subsuelo, luego bajamos por unas escaleras y tomamos un pasillo hasta una habitación de paredes de cemento a la vista, típicas de sótano. Había un escritorio, sillas, aire acondicionado y materiales de oficina.
Entonces, el que estaba a cargo me preguntó quiénes eran los que habían dormido en las habitaciones. Un primo mío se había ido por la noche, un amigo se había quedado y tres muchachas que conocimos en el Elegante, un bar del lobby del hotel. Le dije que sólo estuve con las tres chicas, que no conocía de nada, fuera de los escarceos vagamente recordados de la noche anterior.
Me dijo que él sabía que había dos amigos más conmigo; le pregunté por qué era el interrogatorio y me trajo un cilindro enrollado de papel estraza quemado en su punta, y me dijo:
—De la otra habitación que tú alquilaste se fueron todos más temprano. Cuando la camarera fue a limpiarla, encontramos esto: es un cigarro de marihuana y queremos que nos respondas quién lo llevó, si había más y quiénes fumaron. Rip this joint.
Dije que yo no sabía nada y era verdad, entre otras cosas porque habíamos formado mucho ruido tirándonos bistecs con papas fritas en el pasillo del piso que estábamos alojados y habría sido demasiado llamativo exponerse de ese modo. En aquel entonces, a quien detenían con un petardo de marihuana iba directo a la cárcel; con el alcohol que teníamos era suficiente para nuestras exigencias lúdicas.
El sitio para fumar yerba era el malecón, las plazas, los parques, donde si se acercaba un extraño, se lo veía a la legua y daba tiempo para deshacerse del “cabo”. En casa de mi vecino Jardines, el hippie del “espendrú”, una vez di unas pitadas que me abrieron las puertas de su efecto escuchando el disco Band of Gypsies, de Jimi Hendrix, su último disco; el tema “Machine Gun” lo recuerdo como si todavía lo estuviese escuchando. Pero para entonces yo era muy aficionado a la botella y además sabía que la cárcel no estaba hecha para muchachos de mi tipo. Tomaba el riesgo de un joint muy de vez en vez.
—Ya sabemos que eres familia del Che, por eso te salvas —me dijo el que estaba al mando y ahí respiré aliviado— y también sabemos que dejaste el pre, que te encanta el ron y que tienes una mancha de “diversionismo ideológico” en el expediente, porque te gusta toda la basura de esos rockeros maricones y drogadictos que cantan en inglés.
—¿Y qué hay de malo en eso? Pero no fumo cosas raras. Ah, y no son maricones.
Cuando el tipo se percató de que en verdad yo no sabía nada, me dijo:
—¿Quieres fajarte conmigo en una celda tú y yo solos, pepillo zarrapastroso? —me hizo gracia, porque no estaba solo ni un rato.
—Gracias, pero no me gustan la peleas, ni sé quien tenía ese cigarro, que ni siquiera estaba en mi habitación. Si no tiene nada más, por favor, permítame irme, que me esperan en casa.
Tardó un buen rato en soltarme. Cuando salí, por la noche, me encontré con una amiga de la garganta de la ciudad; nos tragó otro bar.
“Caballos salvajes, azúcar marrón, lame y despotrica,
eres una chica lista y los tipos te admiran, explota tu ego”
En Cuba, el rock estuvo proscrito, como lo estuvieron incluso ciertos cantantes de la música romántica, como Julio Iglesias, Roberto Carlos o José Feliciano. Cuando digo que durante mucho tiempo estuvo prohibido, no me refiero a la venta, sino a pasar por la radio, en una fiesta o escuchar en la casa.
Los amantes del rock, además de reunirse para lucir sus atributos contestatarios, lo hacían más que nada por la convicción de que aquella música tenía un poder que oscilaba entre la sanación y el cambio. Escuchaban algún long play que había llegado de afuera, el olor a carátula, las fotos, los créditos, todo de afuera y todo rock. Grand Funk Railroad, Led Zeppelin, Deep Purple, Kiss, The Faces, Jimi Hendrix y siempre los Rolling Stones.
En ellos se mezclaba la pasión por la música que hizo mover las caderas a los ingleses, el respeto a los precursores del blues, con un torrencial de irreverencia terrenal, sin embargo, posible en la vía pública, glamoroso, vital, beodo y sexy. ¿Qué mejor estandarte podía querer un joven inconforme y desafecto al sistema?
Sumergido en efluvios etílicos en alguna barra de bar, uno es Keith Richards, y las veces que, tocado por la gracia del buen duende, uno es merodeado por la curiosidad de las chicas, entonces es Mick Jagger. Esas dos palabras unidas, Mick Jagger, forman parte de casi todas las lenguas del mundo, pero más aún que del idioma, forman parte de una sensación, del deseo, de la vaga imagen de un modo de ser.
Cuba fue uno de los primeros países de afuera de los Estados Unidos donde se bailó rock’n’roll. Antes de 1959 había músicos de rock emulando a sus pares del norte. La Habana recibía estrellas de la escena norteamericana. Y un buen día, junto a la promesa del hombre nuevo, borraron de la faz de la isla al hombre frívolo, desterraron la liviandad, condenaron el entretenimiento volátil, ahogaron al joven díscolo y se perdió la desobediencia.
El tema grabado por la Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales (Egrem) que más punteos y riffs de guitarras eléctricas exhibió, Cuba va, del Grupo de Experimentación Sonora del Instituto Cubao de Arte e Industria Cinematográfico (Icaic), no obstante parecer rock, para ver la luz debió rezar en su letra algo tan poco hippie como: “Por amor se está hasta matando, para por amor seguir trabajando”.
El propio comandante Guarapo, en varios discursos acusó de afeminados, desafectos del sistema, vagos y burgueses a los jóvenes pepillos, que sólo buscaban pasar un buen rato escuchando música o haciendo el amor en una plaza, en el malecón, en la rampa o frente al hotel Capri. Como muy enfadado, en uno de sus discursos, acusó a dichos jóvenes de ofrecer shows elvisprelianos y feminoides, que la revolución no podía permitir. Muchos de ellos pasaron momentos terribles. Otros desistieron de sus modas ante el acoso de los años y de los sempiternos agentes de la moral revolucionaria.
En cualquier cuadra, en la reunión del Comité de Defensa de la Revolución se trataba a quien escuchaba música rock del imperialismo como un elemento antisocial, como un lumpen. En cualquier escuela, cada seis meses tenía lugar la Asamblea de Moral Comunista y se levantaba cualquier compañero de clases sin mayor rubor, para acusar delante del tribunal del aula al hedonista que disfrutase de aquellos punteos subversivos, de esos baquetazos desenfrenados, a los que se dejasen el pelo por encima de la oreja, usasen el pantalón de uniforme demasiado ajustado, la camisa demasiado ancha, el cinturón subversivamente a la cadera.
Y entonces le manchaban el expediente escolar acumulativo o laboral con una etiqueta muy reconocible: “diversionismo ideológico”, que lo acompañaría entre otras probables manchas, por el resto de sus carreras, para evitar los railes de la conducta adecuada.
Incluso a los Beatles se los acusó de lumpen que pervertían a la juventud, hasta que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue desmoronándose y Guarapo, en un intento por acercarse a los cultores de los blue jeans gastados, lo más que se aproximó fue a una estatua de John Lennon que él permitió instalar en un parque del barrio de El Vedado.
Pero el copyright de esta intolerancia no lo ostentaban Cuba y sus monarcas, sino que toda la izquierda gobernante en los países del Segundo Mundo y la que intentaba arribar al poder en América latina. Eran tan represores como lo más retrógrado de la derecha, con aquella pose naïve que a priori resaltaba por estética y que hoy, desde la distancia, se le reconoce el perfil ético.
Campos de concentración de la Unidad Militar de Ayuda a la Producción, furgones para cargar pepillos, peludos, gansos, hippies, cortarles el pelo, internarlos en centros de trabajo que enseñarían la hombría a base de esfuerzo, prohibiciones de géneros musicales, censura a los almas vertiginosas, a Dada, los barba, Maggie Carlés, tras evaluaciones del Ministerio de Cultura no superadas.
Y mientras, los Rolling Stones seguían tocando, con los tiempos pasaron del blues al rock, pasaron de la psicodelia al funky, al disco con Miss You o Undercover. Tocaron reggae, balada, flirtearon con el punk, vieron caer Berlín, Praga, Moscú y allí hicieron sonar el aire, para cambiar el sello de “prohibido” al de “abierto”.
Como si se tratase de aves míticas, sus majestades satánicas tocarán en La Habana tras la visita de un “hermano Presidente estadounidense”. El mundo ha cedido a los cambios de época, pero Cuba, zigzagueando el brillo de esos barnices, sigue gobernada, tras más de medio siglo, por los Torquemada del desenfado apolítico.
En 1968, un inglés flaco, glamoroso e irreverente, se plantó delante de la Embajada de Estados Unidos en Londres en una manifestación contra la guerra. Algunos dijeron que por una vez Jagger y Richards se envolvían en política. Hoy pondrán el escenario sobre el último reducto de la Guerra Fría.
Espero que ese gran concierto sea una fiesta de todos los inquietos, los divertidos y los díscolos, los de ayer que queden en la isla, los de hoy y los de mañana. Que no pase como con el tristemente famoso concierto de Billy Joel, Kris Kristofferson, Rita Coolidge y otros en el Karl Marx, en 1979, bajo el más estricto secretismo, donde únicamente asistieron militantes de vanguardia de la Unión de Jóvenes Comunistas y toda pléyade de obsecuentes.
Ojalá sea una fiesta donde se diviertan los cubanos, los Stones y los visitantes. Y aquellos delatores, abusadores, genízaros, que desde luego asistirán cumpliendo órdenes y dando los pocos coletazos que les van quedando ya, tengan la poca vergüenza de mantenerse fuera, de ponerse tapones en los oídos, de no mirar la pantalla gigante, de no sentirse saludados ni aludidos. Sepan que ese concierto es para la gente de buena vibra, es para cambiar el “prohibido” por el “abierto”.
Durante décadas, ingente cantidad de jugadores perdieron sus apuestas a favor de: “A Fidel le queda una afeitada” y de: “Este será el último concierto de los Rolling Stones”. Dos dinosaurios duros de pelar.
Señores, se abre la gran apuesta: ¿Cuál de ellos seguirá ganando la partida de la eternidad?