Por: Martín Guevara
La comunistocracia cubana comenzada a labrar, a construir ladrillo a ladrillo tras el violento arribo al poder de 1959, que desplazó a la anterior aristocracia para ocupar sus casas, sus bienes, sus automóviles, sus cuentas bancarias, sus bastones de mando, de ningún modo pudo heredar el buen gusto, el glamour ni el empuje empresarial y productivo de los burgueses proscritos.
Cuando yo vivía en Cuba, los representantes de las clases sociales encumbradas tenían como una de las tareas importantes disimular y ocultar ese alto standing que poseían en comparación con el resto del pueblo, ya que a este se lo sometía a sacrificios numantinos y podía llevar un serio desgaste en el escasísimo entusiasmo que ya se respiraba, o en los reparos a la protesta y la rebelión.
Varias veces me incidieron en el ruego de que no invitase a mis amigos de la escuela al hotel Habana Libre, ya que no era conveniente que viesen cómo vivíamos. Me explicaron, literalmente, lo recuerdo como si lo estuviese escuchando, que la razón de ese ocultismo era que Cuba iba en camino de la igualdad total, pero todavía había ciertas diferencias que se subsanarían cuando llegásemos al comunismo, cuando todos viviesen como vivíamos nosotros. Se lo creía quien se lo quería creer.
Pero hoy esta clase social ha ido modificando e incrementando exponencialmente sus fetiches de poder, ante el inminente fin de la dictadura del proletariado, la irrupción del nuevo lenguaje, las nuevas alianzas para eternizarse en el poder, cada vez necesitan disimular menos, y cada vez se atreven e incluso necesitan más hacer gala de sus gustos e intereses de clase, los que aprendieron con secretismo en el seno de sus hogares.
Yo discutía mucho sobre lo abusivo, desvergonzado e hipócrita de estas diferencias, y me sentía bien compartiendo lo que me tocaba de aquel pastel y criticando abiertamente estas prácticas tan ruines. Los capitalistas suplantados por los usurpadores revolucionarios de la castrocracia no escondían su ambición o su avaricia de riquezas tras un discurso solidario, mesiánico, mendaz.
La manera en que hoy se exhibe la riqueza, el poder de los vástagos de los fundadores patriarcas de las ya no tan nuevas estirpes nobiliarias es insoportable; resulta difícil entender cómo el pueblo, el sistema, la moral colectiva soportan abiertamente la existencia de estos aristócratas provenientes de la represión, de la segregación del pueblo, pero además de la clasificación en niveles ideológicos, en niveles morales, en niveles de virtud revolucionaria.
A la vista está que siempre apuntaron a una única diana, a la misma vieja clasificación que conocemos de toda la vida: los que entran a la fiesta y los que se quedan fuera. Los que viven dentro de las murallas del palacio y los que quedan a la intemperie, a merced de los buitres.