Por: Martín Guevara
Ayer estuve conversando durante horas con un amigo íntimo de La Habana que pasó por casa y al que no veía hacía más de diez años. Mi amigo había sido un irredento antisistema, tenía un problema con las autoridades casi cada día. Así como yo sentía una gran antipatía por el Gobierno y el poder, pero no por el sistema comunista, sino por el poder en sí mismo. Ello nos llevaba a profesar la misma simpatía por Fidel y sus genízaros que la que ellos sentían por nosotros, a quienes llamaban: “lumpen”, “rockeros”, “borrachos”, “inútiles”, “poco revolucionarios”, “antisociales”.
En síntesis, mi amigo se estaba volviendo loco en la isla, porque tenía deseos de viajar, de leer lo que le daba la gana, de manifestarse, de disfrutar de la vida y, a medida que iba creciendo, iba tomándole una mayor animadversión al sistema, a la Policía, al partido, a las infinitas organizaciones de masas, y ya al final a todo aquel que tuviese una guayabera y dos plumas en el bolsillo. Como yo.
Hizo lo que pudo por irse de Cuba, teniendo en cuenta que en aquellos años intentarlo ya era un delito penado con cárcel. Sin embargo él ni disimulaba, le decía a todo el que quisiese oír que ya no aguantaba aquel país y aquella represión. Los amigos empezaron a dejarlo solo, porque se despachaba en contra del Gobierno, sin tomar recaudos en cualquier sitio y a cualquier hora. En esos años sólo por manchar el nombre del comandante se podía ir preso muchos años.
Lo único que quería era irse de Cuba. Se convirtió en internacionalista proletario y se juntó con muchachas de medio mundo para casarse y que lo sacasen de allí. Después de que a mí me botaron, supe que participó en varios armados de botes domésticos para cruzar el estrecho, pero me confesó que no vio clara esa salida. Hasta que en 1997 pudo poner pies en polvorosa mediante un procedimiento legal, y de a poco fue calmando sus deseos de libertad de opinión, de acción, de movimiento, con ya casi veinte años disfrutando su materialización.
Para mi sorpresa, en la conversación de ayer, mi amigo defendía una y otra vez a Raúl, a la revolución, no directamente a Guarapo, aunque sí de manera velada, porque estaba hablando conmigo y a la vez atacaba a todo el sistema capitalista e incluso al sistema democrático. Era gracioso y curioso que, por decisión propia, no por coerción o amenazas, actualmente viviera en un país desarrollado y con economía de mercado capitalista y una democracia representativa, de la que hace uso cada día al poder opinar a sus anchas.
En un principio me dejó anonadado y quise saber más de los motivos de ese cambio. En lugar de ponerme a discutir lo evidente, quise profundizar en ello y preguntarle de manera subrepticia el porqué de tal giro, aun cuando maneja un automóvil que daría de comer a varias aldeas africanas y disfruta de una vida pequeño burguesa sin la más mínima privación de los placeres que el capitalismo provee y el comunismo condena.
La verdad es que no conseguí sacar nada en claro. Al final decidí llevar las conversaciones por otros derroteros, ya que somos amigos, mucho más allá de cualquier barniz politicoide al uso, y no quería dañar un momento entrañable con palabras ríspidas.
Pero ahora más que nunca, me intriga saber cómo hicieron los mecanismos de propaganda de los hermanos Castromasov para adocenar a un iconoclasta tan duro de roer a prueba de numerosos embates presenciales, al cabo de tantos años y tanta distancia.
El alcance de aquel paternalismo, la calidad del poder sobre la terminología del bien que secuestraron para hacer uso de ella en exclusividad, de idéntica manera que lo hiciese la Iglesia unos cuantos siglos antes, se instala de algún modo férreo en algún sitio del hipotálamo, atenta contra el goce del individuo desde el púlpito de la culpa, tan judeocristiana como “comunistosa” fue en el último siglo.
Como un síndrome de Estocolmo, pero que tiene lugar a la distancia, cuando el abducido experimenta la culpa de estar disfrutando de placeres pérfidos capitalistas y de una libertad pecaminosa, lo curioso es que ello no los lleva a regresar a la austeridad y la asepsia comunistas. Sino que profundizan en el disfrute de las ventajas que ofrece el sistema capitalista y la insuficiente democracia, pero despotricando y renegando contra estos, como expresión de una bipolaridad o una esquizofrenia colectiva.
Pasamos el resto de la noche riendo y recordando pasajes inolvidables e imposibles de repetir en otras generaciones, y no volvimos a mencionar la política de salón. Hasta que por la mañana, cuando lo dejé en la estación de tren, en un rapto de claridad me dijo:
—Brother, yo sigo siendo el mismo y los singaos esos también.