Ayer estuve conversando durante horas con un amigo íntimo de La Habana que pasó por casa y al que no veía hacía más de diez años. Mi amigo había sido un irredento antisistema, tenía un problema con las autoridades casi cada día. Así como yo sentía una gran antipatía por el Gobierno y el poder, pero no por el sistema comunista, sino por el poder en sí mismo. Ello nos llevaba a profesar la misma simpatía por Fidel y sus genízaros que la que ellos sentían por nosotros, a quienes llamaban: “lumpen”, “rockeros”, “borrachos”, “inútiles”, “poco revolucionarios”, “antisociales”.
En síntesis, mi amigo se estaba volviendo loco en la isla, porque tenía deseos de viajar, de leer lo que le daba la gana, de manifestarse, de disfrutar de la vida y, a medida que iba creciendo, iba tomándole una mayor animadversión al sistema, a la Policía, al partido, a las infinitas organizaciones de masas, y ya al final a todo aquel que tuviese una guayabera y dos plumas en el bolsillo. Como yo.
Hizo lo que pudo por irse de Cuba, teniendo en cuenta que en aquellos años intentarlo ya era un delito penado con cárcel. Sin embargo él ni disimulaba, le decía a todo el que quisiese oír que ya no aguantaba aquel país y aquella represión. Los amigos empezaron a dejarlo solo, porque se despachaba en contra del Gobierno, sin tomar recaudos en cualquier sitio y a cualquier hora. En esos años sólo por manchar el nombre del comandante se podía ir preso muchos años. Continuar leyendo