La comunistocracia cubana comenzada a labrar, a construir ladrillo a ladrillo tras el violento arribo al poder de 1959, que desplazó a la anterior aristocracia para ocupar sus casas, sus bienes, sus automóviles, sus cuentas bancarias, sus bastones de mando, de ningún modo pudo heredar el buen gusto, el glamour ni el empuje empresarial y productivo de los burgueses proscritos.
Cuando yo vivía en Cuba, los representantes de las clases sociales encumbradas tenían como una de las tareas importantes disimular y ocultar ese alto standing que poseían en comparación con el resto del pueblo, ya que a este se lo sometía a sacrificios numantinos y podía llevar un serio desgaste en el escasísimo entusiasmo que ya se respiraba, o en los reparos a la protesta y la rebelión.
Varias veces me incidieron en el ruego de que no invitase a mis amigos de la escuela al hotel Habana Libre, ya que no era conveniente que viesen cómo vivíamos. Me explicaron, literalmente, lo recuerdo como si lo estuviese escuchando, que la razón de ese ocultismo era que Cuba iba en camino de la igualdad total, pero todavía había ciertas diferencias que se subsanarían cuando llegásemos al comunismo, cuando todos viviesen como vivíamos nosotros. Se lo creía quien se lo quería creer. Continuar leyendo