El caso de la monarquía en España es complejo. Por un lado es cierto que cumplen un rol suprapartidista en un país que no ha abandonado la nostalgia por la riña de una mitad contra la otra. Y es cierto que Juan Carlos mejoró mucho a su prosapia borbónica compuesta por esclavistas y sanguinarios latifundistas. Así como es destacable que su hijo Felipe se casó con Letizia, nieta de un taxista de procedencia progresista, asturiana de larga tradición irredenta.
Pero también es cierto que es poco defendible una jefatura de Estado conseguida única y exclusivamente a través de la cópula y posterior fecundación del óvulo que resulte en un embrión varón. Probablemente sea complejo defender esto como procedimiento moderno y sofisticado para alcanzar la cúspide de un Estado democrático, aunque el rey se mantenga al margen de las decisiones políticas.
Uno tiene derecho a preguntarse: si no participan en ninguna decisión de peso, ¿cuál es el truco? ¿Por qué están ocupando el trono dado que muy baratitos no salen? Claro, aunque sólo sea una persona la que se declare legal y penalmente irresponsable, queda de ese modo sentado que es una sociedad de castas, jamás será una sociedad democrática. Democracia y monarquía etimológicamente son tan irreconciliables como paz y guerra.