Por: Martín Guevara
El caso de la monarquía en España es complejo. Por un lado es cierto que cumplen un rol suprapartidista en un país que no ha abandonado la nostalgia por la riña de una mitad contra la otra. Y es cierto que Juan Carlos mejoró mucho a su prosapia borbónica compuesta por esclavistas y sanguinarios latifundistas. Así como es destacable que su hijo Felipe se casó con Letizia, nieta de un taxista de procedencia progresista, asturiana de larga tradición irredenta.
Pero también es cierto que es poco defendible una jefatura de Estado conseguida única y exclusivamente a través de la cópula y posterior fecundación del óvulo que resulte en un embrión varón. Probablemente sea complejo defender esto como procedimiento moderno y sofisticado para alcanzar la cúspide de un Estado democrático, aunque el rey se mantenga al margen de las decisiones políticas.
Uno tiene derecho a preguntarse: si no participan en ninguna decisión de peso, ¿cuál es el truco? ¿Por qué están ocupando el trono dado que muy baratitos no salen? Claro, aunque sólo sea una persona la que se declare legal y penalmente irresponsable, queda de ese modo sentado que es una sociedad de castas, jamás será una sociedad democrática. Democracia y monarquía etimológicamente son tan irreconciliables como paz y guerra.
Pero el tema que nos ocupa es si resulta útil o no, y para dar respuesta a esa interrogante sobran las consideraciones fútiles como que es un rey colocado por el dictador, sin dudas el mayor asesino de la historia de España, pero es tan absurdo como desconfiar que un cuchillo que segó una vida pueda luego ser útil cortando una naranja. El temorcillo queda, para que nos vamos a engañar, pero de que puede cortarla, puede. Lo que no es aceptable bajo ningún punto de vista es la hipocresía de la gente a este respecto. Hasta ayer todos eran felices mostrándose cortesanos incondicionales con el rey, de ahí mi respeto y simpatía por el periodista Eduardo Inda ya que cuando comenzó a denunciar el entramado del yerno del rey, no se sabía si esa piscina a la que se estaba lanzando tenía la suficiente profundidad, ni siquiera se sabía si tenía agua. Cada artículo que se escribía criticando la Casa Real, cada opinión vertida sobre el anacronismo de la corona, encontraba todo tipo de obstáculos incluso de los niveles llamados a ser los menos conservadores.
Si aceptamos como modo de gobierno una corona liderada por un rey descendiente de reyes, no nos podemos mostrar anonadados por una cacería, es lo mínimo que deberíamos esperar de un Borbón-Dos Sicilias. Si quieres un dirigente pequeñoburgués, un abogado de clase media o un proletario, no aceptás ser liderado por las casas de Battenberg, Tudor, Windsor, Orleans, Saboya o Borbón. Pero la gente con tal de no aceptar ninguna responsabilidad es capaz de echar las pelotas más inverosímiles afuera de la cancha, conducta de una sociedad adolescente. Hoy parecemos sorprendidos de que a un rey le guste el dinero, el poder, las joyas, los diamantes, los cuadros caros, los palacios, las cacerías y las coronas. Bastante bueno nos salió Juan Carlos para lo que han sido sus predecesores. Incluso muchas veces ha contrastado su amplitud mental en ciertos temas de actualidad con la de algunos gobernantes ultraconservadores, proverbialmente reaccionarios.
Aquello que ya está preparado, agazapado, esperando para reemplazar a los viejos monarcas no necesariamente lo mejorarían por sistema. Cabe recordar que el “fascismo mussoliniano” inventó la tercera vía, el nacionalsocialismo sentía desconfianza hacia las casas reales europeas y el falangismo tenía profundas raíces antimonárquicas, e incluso antiborbónicas, como en el caso del general Prim.