¿Quién puede poner en tela de juicio que en nuestro país, para que una petición al Estado corra por un camino “normal”, es conveniente “aceitar” algunos mecanismos de la burocracia? ¿Y que el Estado es lento y arbitrario? ¿Por qué se da esta situación? Muy simple: el poder del Estado de guardar silencio ante el ciudadano, y que este silencio no tenga ninguna consecuencia negativa para quien tiene el deber de expedirse. Lo que convierte a todo este régimen legal en arbitrario, al pender la suerte de una petición, del hilo que el funcionario de turno decida cortar, anudar o lo que es más peligroso e injusto, guardar silencio.
Ergo, la ciudadanía es rehén de su propio Estado. Flora, el personaje de Antonio Gasalla, es una clara y clásica derivación de esta situación. Vivimos prisioneros de la voluntad del empleado de turno, de quien dependerá que la petición se cajoneé o siga su curso.
Esto sucede gracias al artículo 10 de la Ley 19.549 de Procedimiento Administrativo, que dice: “el silencio o la ambigüedad de la Administración frente a pretensiones que requieran de ella un pronunciamiento concreto, se interpretarán como negativa. Sólo mediando disposición expresa podrá acordarse al silencio sentido positivo. Si las normas especiales no previeren un plazo determinado para el pronunciamiento, éste no podrá exceder de sesenta días. Vencido el plazo que corresponda, el interesado requerirá pronto despacho y si transcurrieren otros treinta días sin producirse dicha resolución, se considerará que hay silencio de la Administración”. A la sazón, la ley dictada fue en 1972 por un gobierno no democrático. Tal vez esto haya sido determinante, pero los gobiernos democráticos que le sucedieron no hicieron mucho por modificar la relación del ciudadano con el Estado.