Por: Martín Pagano
¿Quién puede poner en tela de juicio que en nuestro país, para que una petición al Estado corra por un camino “normal”, es conveniente “aceitar” algunos mecanismos de la burocracia? ¿Y que el Estado es lento y arbitrario? ¿Por qué se da esta situación? Muy simple: el poder del Estado de guardar silencio ante el ciudadano, y que este silencio no tenga ninguna consecuencia negativa para quien tiene el deber de expedirse. Lo que convierte a todo este régimen legal en arbitrario, al pender la suerte de una petición, del hilo que el funcionario de turno decida cortar, anudar o lo que es más peligroso e injusto, guardar silencio.
Ergo, la ciudadanía es rehén de su propio Estado. Flora, el personaje de Antonio Gasalla, es una clara y clásica derivación de esta situación. Vivimos prisioneros de la voluntad del empleado de turno, de quien dependerá que la petición se cajoneé o siga su curso.
Esto sucede gracias al artículo 10 de la Ley 19.549 de Procedimiento Administrativo, que dice: “el silencio o la ambigüedad de la Administración frente a pretensiones que requieran de ella un pronunciamiento concreto, se interpretarán como negativa. Sólo mediando disposición expresa podrá acordarse al silencio sentido positivo. Si las normas especiales no previeren un plazo determinado para el pronunciamiento, éste no podrá exceder de sesenta días. Vencido el plazo que corresponda, el interesado requerirá pronto despacho y si transcurrieren otros treinta días sin producirse dicha resolución, se considerará que hay silencio de la Administración”. A la sazón, la ley dictada fue en 1972 por un gobierno no democrático. Tal vez esto haya sido determinante, pero los gobiernos democráticos que le sucedieron no hicieron mucho por modificar la relación del ciudadano con el Estado.
Gracias a esta norma, el Estado o, mejor dicho, el funcionario de turno, tiene poder absoluto sobre el derecho del ciudadano peticionante puesto que, la falta de resolución sobre la petición tiene como consecuencia la denegación de facto de ésta.
Modificar esta situación resulta imperante, no sólo para agilizar todo el tramiterío burocrático, ya ralentizado por la infinidad de normas que afectan y se aplican a cualquier situación de hecho y derecho que vivimos en la Argentina, sino, y sobre todo, para cargar de responsabilidad y profesionalidad a quienes tienen el deber -más que el derecho- de trabajar por el bien común.
Si se cambiara el vocablo “negativa” inserto en el primer párrafo de la norma, por su opuesto, es decir “positiva”, el rol del funcionario necesariamente debería cambiar, encaminándose hacia la concreción de un Estado ágil, eficiente, profesional y responsable, puesto que el cajoneo de un trámite implicaría la aceptación estatal de la petición del ciudadano, lo que conllevaría varias consecuencias positivas. En primer lugar, se alentaría la creación de nuevas actividades de todo tipo: económicas, sociales y culturales las cuales, actualmente, no se concretan por la falta de respuesta estatal.
En segundo lugar, involucraría y por lo tanto, responsabilizaría en mayor grado a todos los niveles de funcionarios y empleados del Estado, ya que, obligados a expedirse, deberían profesionalizar y jerarquizar su función para no caer en las penalidades por mal ejercicio de la función. Esto traería una tercer consecuencia positiva: racionalizaría los recursos del Estado, considerando racionalizar como lo dice la misma palabra: utilizando la razón, no otros intereses particulares. La cuarta consecuencia positiva es la eliminación de amiguismos y privilegios, o al menos, éstos serían más evidentes.
Y finalmente, la quinta, y tal vez más esperada por la ciudadanía, se prescindiría de la necesidad de “aceitar” las peticiones administrativas, reduciendo con ello uno de los focos de corrupción más grandes que agobian al ciudadano. Claro está que ningún nivel del Estado querría modificar esta situación que es por demás cómoda y conveniente. Sin embargo, confío en que algún dirigente tome esta bandera y proclame así su voluntad de renovación de la Argentina.