Por: Martín Pagano
Dentro de 2 años se cumplirán ochocientos de la primera norma legal en contra del despotismo, el primer triunfo del hombre en pos de su libertad. En 1215 un grupo de nobles impuso a Juan Sin Tierra, soberano de Inglaterra, un límite sobre el ejercicio de su poder absoluto.
A partir de allí, el hombre como ser individual, social y político comenzó un larguísimo proceso de concientización de su esencia como persona objeto y sujeto de derechos. Las obligaciones ya las tenía impuestas por el ejecutor del poder, fuera éste un rey, un señor feudal, un obispo, o quien fuera que ejerciera la autoridad. Sobre la base del principio de autoridad divina, el “soberano” practicaba en innumerables casos abusos y vejaciones muy alejados del objetivo sacro de su ejercicio. Ni que hablar de aquellos soberanos que fundaban su autoridad sobre el principio más básico, el dominio por la fuerza.
Muchísima sangre corrió para que quinientos cincuenta y un años después los americanos del norte desconocieran la autoridad de otro rey de Inglaterra, ejemplo seguido trece años más tarde por los franceses, quienes universalizaron el reconocimiento del individuo como tal en su “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano“. Tanto una como otra, ambas revoluciones actuaron contra un poder que, despóticamente ejercido, no reconocía derechos ni garantías a las personas. El tiempo anterior a estos dos hechos puede resumirse en la conocida frase de Luis XIV, “L’État, c’est moi“, el Estado soy yo. O bien, el Estado es mío.
El tiempo posterior, y hasta la llegada de las distintas ideologías despóticas -comunismo, nazi-fascismo, populismo- fue pródigo en el reconocimiento de los derechos del hombre frente al poder del Estado. Estos derecho fueron reconocidos principalmente en constituciones escritas que funcionaron –y funcionan- como leyes supremas a las que deben ajustarse todas las decisiones de gobierno, las que se basaron en los principios de limitación de poder y balanzas y contrapesos concebido por Montesquieu, y en el reconocimiento del individuo como anterior y creador del Estado. Estos principios sobre los que se fundaron constituciones y estados son los enarbolados por el liberalismo.
Sin embargo, recién caído el régimen comunista totalitario comenzó a acuñarse -no por casualidad- un nuevo vocablo que, pecando de peyorativo, sugería que la acumulación de riquezas frente a un Estado débil era el objetivo del liberalismo. No es hasta una década después, en los primeros años de este siglo, en que comienza a manifestarse el real y verdadero objetivo de la creación del término “neoliberal”. Con él, los idearios del poder concentrado en una oligarquía o casta política intentan asimilar ese mote a los ideales de libertad que tanto trabajo y vidas demandó a personas cuyo objetivo era el reconocimiento de la dignidad del hombre, y no la acumulación de poder y/o capital. Todo lo contrario, el liberalismo propone un reparto del poder, no solo en su ejercicio, sino en el tiempo, y el reconocimiento de la existencia de una ley superior a cualquier ley, como único freno posible a la formación de un nuevo despotismo -acumulador de capital- y de allí a una nueva negación de la dignidad humana.
Es así como se demoniza lo “liberal” para, atacándolo, pretender ese grupúsculo obtener la suma del poder publico y gobernar despóticamente.
¿Quién en su sano juicio puede oponerse a los derechos que acuerda el capítulo primero de nuestra Constitución Nacional? ¿Y quién puede poner las manos en el fuego por otro como para otorgarle el poder sin límites, sin derecho a reclamar? ¿Y quién está dispuesto a que otro tenga poder sobre su vida, honor, bienes y libertad?
Entonces, ¿quién puede negar que es liberal?