Siete de cada diez venezolanos consideran que la situación política de su país es “mala”. Que un pueblo optimista, ejemplo de la generosidad de nuestra tierra, se entregue a la molicie de la desesperación es la consecuencia real de la implementación del socialismo del siglo XXI en los mares del sur. El chavismo en acción ha dejado de ser un mero distribuidor ineficaz de la riqueza petrolera para convertirse en el generador más eficiente de la pobreza en la región. Conviene resaltar que los acontecimientos de Venezuela no sólo tienen que ver con una crisis de liderazgo. Esto no ha sido provocado por las limitaciones del delfín de Hugo Chávez. Lo suyo era previsible. El hundimiento de la revolución bolivariana está vinculado al modelo de gestión pública que los chavistas han desplegado desde hace quince años, siguiendo el ejemplo de los manuales del pleistoceno comunista, anteriores a Bad Godesberg.
El chavismo ha perdido diez puntos de aprobación en diez meses y demuestra, de forma constante, su incapacidad para hacer ajustes programáticos. En este contexto, Nicolás Maduro es una consecuencia del problema, pero no el problema en sí. En Venezuela gobierna una cosmovisión polarizadora y radical, una forma de entender la política que privilegia el mesianismo y la estatolatría. Este estilo, de raíz populista, ha provocado el saqueo del erario y la destrucción institucional, relativizando el Estado de Derecho y liquidando moralmente al adversario. El triunfo de Hugo Chávez se produjo cuando los políticos tradicionales de Venezuela apostaron por el inmediatismo y la anomia, promoviendo la corrupción. Fue entonces que el comandante se hizo sentir.