Para EEUU la política exterior siempre fue un asunto serio. Ser una potencia requiere, antes que nada, entender cómo funciona el mundo y reaccionar con certeza y determinación para que no queden dudas de quién lleva la batuta del ritmo global. La administración de Barack Obama no es una excepción en ese sentido. Desde el primer momento en que el actual presidente pensó el armado de sus dos gestiones, lo hizo de modo tal de asegurarse tener en su mesa a los pesos pesados de la materia. Como sostiene Marco Vicenzino, director del Global Strategy Project y miembro de la Junta de Directores de Afghanistan World Foundation, Obama es un producto de la política de la ciudad de Chicago y, si bien no tenía experiencia internacional antes de candidatearse, es muy juicioso respecto a su importancia por lo que “se rodeó de gente del Partido Demócrata con experiencia en política internacional’’.
Una realidad preocupa a los grandes líderes: el mundo está que arde. Si bien los conflictos existen desde los albores mismo de la humanidad, esta dinámica multipolar, de economías interdependientes, donde la información es cada vez más poderosa, veloz y globalizada, lleva a que se aceleren y se enreden, como una madeja al viento, al punto de tornarse un desafío inédito. Con esto se encuentra EEUU ahora. Con un laberinto internacional muy intrincando, donde cada movimiento genera múltiples impactos a nivel externo e interno, muchos de ellos no buscados ni deseados. Un juego de ajedrez donde las piezas del tablero tienen varias caras, según cómo se las mire. Aquí radica la novedad.