Existe un problema evidente en relación con los trapitos en la ciudad de Buenos Aires: la ley los prohíbe y pena la actividad en el artículo 79 del Código Contravencional, pero, en los hechos, la sanción no se efectiviza, ya que requiere que se demuestre que el cuidacoche exigió dinero. La evidente dificultad probatoria genera que más del 95% de las denuncias contra la actividad queden en la nada.
Esta tensión entre lo que debería ser y lo que efectivamente es puso en evidencia la necesidad de una nueva legislación, pero, al mismo tiempo, provocó un debate que parece haberse estancado entre dos posiciones que no encuentran una solución concreta. Por un lado, quienes —con razón— plantean la injusticia que se produce cuando un particular le cobra a otro por utilizar un espacio público y exigen la erradicación total e indiscriminada de esta práctica. Por el otro, quienes —también con razón— señalan la importancia de buscar una salida para aquellos que se encuentran en una situación de vulnerabilidad y que recurren a esta actividad sin una intención delictiva y como único medio de subsistencia.
En este contexto, el Estado tiene el desafío de articular una propuesta que se ajuste a la realidad teniendo en cuenta necesariamente ambas posiciones. No se puede legislar lo que debería ser (espacio público libre) sin considerar al mismo tiempo las soluciones que el Estado debería brindar (inclusión de los vulnerables). Si bien la ley es clara, empujar a los ya excluidos hacia un mayor nivel de exclusión en ningún caso puede ser una alternativa. Continuar leyendo