El 25 de enero del año 2011, siguiendo el ejemplo de Túnez, comenzaron en El Cairo una serie de protestas ciudadanas que rápidamente se extendieron a todo Egipto. 18 días después, el viernes 11 de febrero, sucedía lo que durante casi 30 largos años pareció un imposible: Hosni Mubarak, el poderoso dictador que llevó las riendas del país durante todo ese tiempo, dimitía. La revolución egipcia había triunfado, sumando así el nombre de su país a la lista de naciones que comenzaban a otear la libertad en aquella serie de alzamientos a los que se le dio el nombre de Primavera Árabe. La plaza Tahrir, en El Cairo, núcleo de aquella revuelta, se convirtió en un lugar de leyenda, en el símbolo regional de la victoria de los oprimidos.
Más de dos años después, el domingo 30 de junio del presente, la plaza volvió a abarrotarse de personas, esta vez ya no clamando la caída de un largo régimen tirano, sino por la de quien, un año exacto atrás, se había erigido como el primer presidente democrático de Egipto, el ingeniero Mohamed Morsi. Solo tres días más de ese corto año seguiría Morsi en el poder, ya que el miércoles 3 de julio, el jefe del ejército, el general Abdel Fatah Al Sisi, anunciaba, mientras la plaza explotaba en un grito de júbilo, que el presidente ya no ejercía sus funciones, y que sería reemplazado temporalmente por el presidente de la Corte Suprema Constitucional, el jurista Adly Masour, y que la Constitución de corte islamista impulsada por Morsi, y aprobada en las urnas con muy poca asistencia quedaba suspendida.