Por: Pedro Caviedes
El 25 de enero del año 2011, siguiendo el ejemplo de Túnez, comenzaron en El Cairo una serie de protestas ciudadanas que rápidamente se extendieron a todo Egipto. 18 días después, el viernes 11 de febrero, sucedía lo que durante casi 30 largos años pareció un imposible: Hosni Mubarak, el poderoso dictador que llevó las riendas del país durante todo ese tiempo, dimitía. La revolución egipcia había triunfado, sumando así el nombre de su país a la lista de naciones que comenzaban a otear la libertad en aquella serie de alzamientos a los que se le dio el nombre de Primavera Árabe. La plaza Tahrir, en El Cairo, núcleo de aquella revuelta, se convirtió en un lugar de leyenda, en el símbolo regional de la victoria de los oprimidos.
Más de dos años después, el domingo 30 de junio del presente, la plaza volvió a abarrotarse de personas, esta vez ya no clamando la caída de un largo régimen tirano, sino por la de quien, un año exacto atrás, se había erigido como el primer presidente democrático de Egipto, el ingeniero Mohamed Morsi. Solo tres días más de ese corto año seguiría Morsi en el poder, ya que el miércoles 3 de julio, el jefe del ejército, el general Abdel Fatah Al Sisi, anunciaba, mientras la plaza explotaba en un grito de júbilo, que el presidente ya no ejercía sus funciones, y que sería reemplazado temporalmente por el presidente de la Corte Suprema Constitucional, el jurista Adly Masour, y que la Constitución de corte islamista impulsada por Morsi, y aprobada en las urnas con muy poca asistencia quedaba suspendida.
‘Game Over’, se leía en un edifico adyacente a la plaza, en letras verdes, emitidas por un rayo láser. Los aviones del ejército sobrevolaban la ciudad, dejando estelas de humo rojo, blanco y negro, los colores de la bandera. No sé de otra situación en la historia en la que un golpe militar se haya celebrado con tanta dicha. Quizá por eso, los manifestantes repetían una y otra vez que no se trataba de un golpe, sino de un regreso a los principios que encendieron las llamas de la revolución del 2011. Principios que el presidente Morsi había jurado proteger, mientras fue candidato.
El viernes 5 de julio, mientras termino estas líneas, los medios de comunicación dan cuenta de enfrentamientos entre los seguidores de Morsi y el ejército. Ya van cinco muertos. Me parece que los egipcios que salieron a protestar en contra de Morsi están resituando, en su lugar, el significado de la democracia. La democracia no se trata tan sólo de ganar una elección. La democracia por la que el pueblo egipcio puso en riesgo su vida y desafió a un dictador, y lo tumbó, pedía a gritos la inclusión, una ley civil por fuera de la religión, pedía igualdad de derechos y de oportunidades, educación, libertad de expresión, menos corrupción, un gobierno que ejecutara políticas económicas sólidas y efectivas que acabaran con la alta inflación, el desempleo y los bajos salarios.
Pero una vez en el poder, eso no fue lo que Mohamed Morsi ofreció a sus ciudadanos. Lo que Morsi les ofreció fue el cambio de una dictadura por otra quizá mucho peor, ya que, como tantos gobiernos de los últimos tiempos, se escudan en las elecciones, mientras lentamente barrenan el anhelo de libertad y progreso del pueblo que los elige.
La violencia que hoy se ha desatado en Egipto tiene un solo responsable, y es el ex presidente y su partido, que una vez en el poder se dedicaron a arraigar en todas las ramas del poder sus creencias radicales, dejando por fuera a todos los que no las comparten, que son la mayoría de los egipcios.
El ejemplo se repite en muchas partes, son gobiernos que embisten la democracia hasta dejarla como un pobre animal desahuciado, que apenas puede sostenerse en pie, mientras escucha cómo sus verdugos difaman insaciablemente su nombre, y les inyectan pequeñas dosis de un anticuerpo que cumple con mantenerlos vivos en su agonía hasta el infinito si es posible: el de unas elecciones que después nunca pierden. ¿Les suena?