Corría el mes de abril de 1967. Recibí una invitación para disertar al final de un almuerzo en el Plaza Hotel, en ocasión de celebrarse un aniversario más de una cámara empresaria, de un rubro que no tiene importancia recordar. Como es de práctica en eventos de esta naturaleza, antes de hacer uso de la palabra el invitado, lo presenta el presidente de la Cámara, que en esas circunstancias era un general retirado, que, como solía ocurrir, no tenía ningún antecedente con el rubro de la entidad invitante. En realidad, su función era la de un “lobista”, que a todos los efectos se sentía empresario. Y no sólo eso, sino que también parecía querer ser economista.
Como quiera que sea y atendiendo ambas capacidades inexistentes, aprovechó la oportunidad para explayarse sobre temas fiscales acerca de los cuales no sabía nada, aunque él parecía ignorarlo. En un momento de la exposición, que ya pasaba de mi presentación, a juzgar por los bostezos de los comensales, dijo algo que nunca pude soportar con impasividad, de la misma manera que un cirujano no soportaría una lección sobre su técnica operatoria. Y lo que dijo fue: “El Estado no puede gastar más de lo que recauda”. Como ya lo había escuchado antes, lo escuché después y lo sigo escuchando hoy, me sonreí y dejé de escuchar lo que siguió, porque volvieron a mi memoria los recuerdos relacionados con los caballos y el carro. Continuar leyendo