Corría el mes de abril de 1967. Recibí una invitación para disertar al final de un almuerzo en el Plaza Hotel, en ocasión de celebrarse un aniversario más de una cámara empresaria, de un rubro que no tiene importancia recordar. Como es de práctica en eventos de esta naturaleza, antes de hacer uso de la palabra el invitado, lo presenta el presidente de la Cámara, que en esas circunstancias era un general retirado, que, como solía ocurrir, no tenía ningún antecedente con el rubro de la entidad invitante. En realidad, su función era la de un “lobista”, que a todos los efectos se sentía empresario. Y no sólo eso, sino que también parecía querer ser economista.
Como quiera que sea y atendiendo ambas capacidades inexistentes, aprovechó la oportunidad para explayarse sobre temas fiscales acerca de los cuales no sabía nada, aunque él parecía ignorarlo. En un momento de la exposición, que ya pasaba de mi presentación, a juzgar por los bostezos de los comensales, dijo algo que nunca pude soportar con impasividad, de la misma manera que un cirujano no soportaría una lección sobre su técnica operatoria. Y lo que dijo fue: “El Estado no puede gastar más de lo que recauda”. Como ya lo había escuchado antes, lo escuché después y lo sigo escuchando hoy, me sonreí y dejé de escuchar lo que siguió, porque volvieron a mi memoria los recuerdos relacionados con los caballos y el carro.
Esta regresión al pasado la originaba el “erudito general”, ya que, con su afirmación, sin saberlo, estaba poniendo el carro delante de los caballos. Si hubiera sido ministro de Economía, se colocaba en un gran dilema: ¿Cómo haría para avanzar? O lo que es lo mismo, cómo podría generar el crecimiento de la economía.
¿Cuál es la razón por la que la gente plantea el problema fiscal de manera inversa a lo que es su planteo normativo? Esa pregunta la planteaba y respondía en mi Cátedra de Finanzas Públicas. Y la respuesta era y es: porque al pertenecer al sector privado, cada uno está sujeto al principio de restricción presupuestaria, como hacían mis padres con el sueldo del viejo. Cada mes llegaba con su sueldo y sentados en la cocina, hacían montoncitos con mi madre, cada uno de los cuales tenía una finalidad. Y esto es así porque nadie puede imaginarse a un trabajador, a un comerciante, a un industrial y a un productor agropecuario gastar más de sus ingresos corrientes. Puede sí endeudarse para incrementarlos en el futuro pagando una tasa de interés, pero comprometiéndose a amortizar la inversión con el transcurrir del tiempo; en el caso de mis padres era “el montoncito” del cuenten al que le compraban distintas cosas.
El caso del sector público es absolutamente distinto. Su función no es producir bienes y servicios que pueden obtenerse a través del mercado. Su función es producir bienes sociales, sin los cuales la sociedad no puede funcionar y por los cuales no está obligada a pagar un precio, ya que no hay modo de establecerlo. Esos bienes se financian con impuestos y, por lo tanto, recaen sobre todos los ciudadanos. Porque no rige el principio de exclusión. Si alguien va a comprar un par de zapatos, sólo podrá tenerlos si paga el precio que cuestan. En cambio, si alguien concurre a una plaza, no debe pagar por el disfrute que le proporcione el paseo, ya que no está excluido de su uso. Para ir a Palermo, nadie paga entrada. Y lo mismo con servicios como el de seguridad, hospitales públicos, escuelas públicas, Justicia, etcétera.
Por bienes privados se paga un precio y el monto total que se puede obtener de ellos depende del ingreso del consumidor. En cambio, los bienes sociales se ofrecen y luego se busca el financiamiento para proveerlos el Estado.
En sus orígenes, los estudios sobre la hacienda pública aparecen a mediados de los años 1650-1660, con los aportes de William Petty, que se ocupó de resolver los problemas financieros de las democracias modernas. Desde ese momento queda establecido que los medios para financiar el gasto en que incurra el Estado deben ser soportados por los ciudadanos, pero de una manera razonable y equitativa, de modo que no se comprometa la actividad privada. Y esto por una razón muy simple, porque el gasto público insume recursos económicos que representan un costo para la actividad productiva. Y así se prueba que el presidente al que aludí cometió un error propio de ignorantes en esta materia.
Ahora bien, de esto deriva otro importante error, como es obvio, que la inflación es un fenómeno monetario; la preocupación para eliminarla no debería estar en recaudar más dinero, se trate por vía de impuestos o por deuda pública —aunque esta última puede utilizarse sólo en el corto y mediano plazo. La preocupación de toda la sociedad debería ser la de reducir el gasto público en sus tres niveles: municipal, provincial y nacional. El tema dista de ser simple, pero de este objetivo depende el futuro argentino. Cuando el gasto es excesivo, la verdadera solución es bajarlo, sí o sí.
El gasto público consolidado en Argentina es del 50% del PBI aproximadamente, cuando en promedio anual era del 30%-33% hasta 2002. Desde entonces y para acompañar su crecimiento se produjo un “salvaje aumento de la presión impositiva” del orden del 44% del PBI, cuando lo normal debería ser del 25%, una inflación que va camino del 35%-40% en 2016. No hay otra explicación que este desbalance para pasar en 2016 a una tasa de inflación del 30%-35%, la pérdida de competitividad argentina, el aumento de la pobreza, la corrupción y los deficientes servicios públicos, de caminos rurales a energía, salud, educación, seguridad y afines. Esa pesada mochila está desjerarquizada, falta de meritocracia, imbuida de muestras de nepotismo, amiguismo y clientelismo político.
Es obvio que será una tarea que demandará tiempo y esfuerzos, pero hay que empezarla. Si bien es cierto que es necesario y conveniente eliminar los subsidios allá donde no correspondan, también es cierto que hay que comenzar sin pérdida de tiempo a eliminar departamentos, secciones, oficinas, direcciones generales y otras de variada denominación, para que terminemos de subsidiar la desidia, la vagancia y todas las muestras de los que esperan el nombramiento de un pariente para pasar al frente. Hay que bajar costos y aumentar la eficiencia.
A modo de guía y como contribución a la tarea del Gobierno es necesario:
- Aceptar la versión de un país desequilibrado, por la superficie argentina y su baja población, concentrada en pocos centros urbanos.
- Seguir el camino iniciado de hacer cierto al país federal.
- Terminar con el sistema rentístico unitario.
- Redefinir un sistema impositivo distorsivo, inequitativo y costoso.
Si solamente debemos gastar lo que recaudamos, terminaremos pareciéndonos a la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Los burócratas se quedarán con todo, como hoy se quedan con el 50% del salario de un trabajador y en algunos casos bastante más.
Esto podremos lograrlo si agarramos los libros, empezamos a trabajar como lo está haciendo el ministro Rogelio Frigerio y, puestos a la tarea, recordamos aquel tango que cantaba Alberto Castillo: Manoblanca (de Bassi-Homero Manzi), que debía ir al cruce de avenida Centenera y Tabarpe. “Vamos, vamos, ya llegamos”.