El gesto del Papa Francisco de recibir a Hebe de Bonafini en el Año de la Misericordia, que desató la ira de muchos –incluyendo a algunos católicos sui generis-, exige por parte de ella una contraprestación.
No porque el Santo Padre lo pida o lo espere; como lo explicó él mismo en carta a un amigo, actúa así porque debe hacerlo, y si ella no está a la altura, no es problema de él sino de la propia Bonafini. La misericordia no es cálculo ni negociación, o no sería misericordia. Pero una contraprestación es lo menos que puede esperarse por parte de alguien que lo estigmatizó y que, respecto de su investidura y de la institución que representa, extremó la falta de respeto y la insolencia que fueron signos constitutivos de la larga “década” que todavía divide a los argentinos. Y porque es a esa misma persona a quien Francisco hoy le abre los brazos y la hace objeto de su compasión pastoral -motivación central de la reunión, si ésta se concreta-.
Es notable que quienes reaccionaron con indignación digna de mejor causa por este gesto de Jorge Bergoglio no noten que, en el fondo, es Bonafini la que debe explicar su actitud de pasar de la estigmatización del Cardenal al reconocimiento al Sumo Pontífice. Es ella la que debe tragarse sus palabras y, sobre todo, sus gestos que, como sabemos, llegaron hasta lo escatológico. Continuar leyendo