Por: Ricardo Romano
El gesto del Papa Francisco de recibir a Hebe de Bonafini en el Año de la Misericordia, que desató la ira de muchos –incluyendo a algunos católicos sui generis-, exige por parte de ella una contraprestación.
No porque el Santo Padre lo pida o lo espere; como lo explicó él mismo en carta a un amigo, actúa así porque debe hacerlo, y si ella no está a la altura, no es problema de él sino de la propia Bonafini. La misericordia no es cálculo ni negociación, o no sería misericordia. Pero una contraprestación es lo menos que puede esperarse por parte de alguien que lo estigmatizó y que, respecto de su investidura y de la institución que representa, extremó la falta de respeto y la insolencia que fueron signos constitutivos de la larga “década” que todavía divide a los argentinos. Y porque es a esa misma persona a quien Francisco hoy le abre los brazos y la hace objeto de su compasión pastoral -motivación central de la reunión, si ésta se concreta-.
Es notable que quienes reaccionaron con indignación digna de mejor causa por este gesto de Jorge Bergoglio no noten que, en el fondo, es Bonafini la que debe explicar su actitud de pasar de la estigmatización del Cardenal al reconocimiento al Sumo Pontífice. Es ella la que debe tragarse sus palabras y, sobre todo, sus gestos que, como sabemos, llegaron hasta lo escatológico.
Pero además, si su actitud es genuina, debería ser ella la que luego encarne a su vez la misericordia que Francisco pone en práctica día a día ante la mirada del mundo entero y de la que hoy la hace destinataria a ella. Esa contraprestación no es respecto de Su Santidad, vale reiterar, sino respecto de una justicia que nos excede, que está por encima de todos. Un gesto proporcional al del Santo Padre es que ahora sea ella la que perdone a sus enemigos, visitando a los ancianos militares presos, contra los que se ha ensañado una justicia acomodaticia –incluso transnacional, a través del mediático juez Baltasar Garzón al que un gobierno argentino premió por desconocer nuestra soberanía jurídica-.
Y es de esperar que, a su turno, esos militares reconozcan los hechos cometidos y pongan fin a la incertidumbre de tantos, brindando los datos necesarios para completar la recuperación de los niños apropiados y la localización de los muertos. Como lo señala permanentemente la Iglesia argentina, es perentorio promover la reconciliación nacional para la pacificación de los espíritus y para que los deudos puedan tener un mensaje certero del destino de sus familiares desaparecidos, y por ende un lugar donde llevar una bendición o una flor.
Así se cerraría verdaderamente una grieta en la Argentina, lo que permitiría echar raíces para un futuro en unidad nacional.
Si la líder de las Madres de Plaza de Mayo hace esto, instituye, con prescindencia del signo ideológico, que a la generación de sus hijos la motivó un ideal. Si persiste en el rencor, los mata dos veces, porque no encarna la generosidad y el espíritu patriótico que animó a esa juventud. Y no se coloca a la altura del mensaje de reconciliación que el Santo Padre envió a todos los argentinos a través de Mauricio Macri.
Nada exige más coraje que perdonar. Dividir es más fácil que unir. Pero Hebe de Bonafini, más allá de sus posiciones políticas, sus yerros y excesos, es innegablemente una mujer con coraje. Y por ello, siguiendo el ejemplo de Jorge Bergoglio, es de esperar que ella también esté dispuesta a perdonar.