La religión de los narcos

“Ojalá estemos a tiempo de evitar la mexicanización”. La expresión de deseos del papa Francisco a Gustavo Vera, aunque bienintencionada, es crudamente realista. Pero hay que reconocer que aunque estalló intempestiva y desagradablemente en los oídos mexicanos, también ella cobró actuales acentos de profética advertencia en los argentinos con motivo de la reciente fuga de los condenados por el triple crimen.

Una estelar persecución cinematográfica a lo Butch Cassidy por varias provincias argentinas ayudó a que unos se desayunaran -en primer lugar el propio gobierno- y otros terminaran de cobrar conciencia de la real dimensión de un problema más peliagudo que la deuda externa. ¿Cuándo nos sorprenderemos ante el primer cartel argentino? La droga no destruye solamente a sus consumidores, que constituyen sólo una pequeña parte de sus víctimas.

Pero ya desde un tiempo antes de la fuga se había suscitado en el imaginario social la composición de una estructura mafiosa sostenida por tres patas: el narcotraficante, el poder político -judicial, legislativo o ejecutivo- y la policía, incluyendo en este concepto otros cuerpos militarizados.

Sin embargo, a ella hay que sumar el imprescindible sostén social que se articula mediante una reciprocidad de lealtades mutuas. Este es el punto caliente, porque cuando es la propia sociedad la que está comprometida, la posibilidad de un regreso tiende a desvanecerse, se clausura. De este modo la perversidad del entramado es blindada, y es entonces cuando se configura lo que los teólogos y documentos del magisterio eclesiástico denominan “estructuras de pecado”.

Que se haya advertido que la Argentina estaba a punto de ingresar en un nuevo estadio de ese itinerario encendió la luz roja y explica que hasta hubiera cadenas de oración para impedir el triunfo de un candidato a quien la vox populi (vox Dei) señala como emblemático en esta trama. El cambio consiste en que lo que antes se hablaba en voz baja ahora ha saltado al ágora. Lo habían adelantado los curas villeros, y que lo diga sino el padre Pepe Di Paola, que se tuvo que tomar unas vacaciones forzadas por consejo de la propia jerarquía eclesiástica.

Ahora es el mismo Francisco quien con su peculiar estilo pone nuevamente el dedo en la llaga. Hasta él, ningún pontífice anterior había hablado tan claro contra la mafia. “Hay que vencer a este demonio, expulsarlo”, dijo refiriéndose a la ‘ndrangheta en Sibari, cerca de Cassano allo Jonio, a 390 km de Roma y en el mismo corazón de la Italia mafiosa. Casi en simultáneo beatificó a Pino Puglisi, el primer sacerdote católico mártir de la onorata societá, y puso patas para arriba la administración financiera de la Santa Sede, sospechada también de estar manchada de negocios non sanctos.

El viaje del papa a México suscita asociaciones varias, y una de las primeras es la relación del narcotráfico con la religión, y por extensión con la religiosidad popular. La matriz de la mafia es la católica Italia. A menudo los mafiosos han hecho gala de una hasta ostentosa religiosidad, quizás no muy ortodoxa, pero religiosidad al fin.

¿Hay una manera de religarse, de relacionarse con lo sagrado propia de de los delincuentes? La pervivencia de algunas devociones como San La Muerte y la evidencia de que en ellos hay también espíritus profundamente creyentes así parecen certificarlo, aunque su código moral se diferencie notoriamente del que difundieron durante siglos los evangelizadores españoles. En el cartel de Medellín se ha profesado una especial devoción a María Auxiliadora y San Judas Tadeo también es otro de los santos preferidos por los narcos latinoamericanos.

Los mafiosos, ¿van a misa? No es algo seguro, pero bastantes de ellos se casan por la Iglesia y naturalmente se sienten tan católicos como el Papa. Podría hablarse de una instrumentalidad perversa de lo religioso, pero no se trata de algo tan simple. Es un catolicismo tradicional, con las formas propias de la religiosidad popular que en ocasiones presenta rasgos claramente sincretistas.

En la serie televisiva Escobar, el patrón del mal, la más vista en la historia colombiana, se deja ver una presencia de la cultura religiosa tan viva como la que es propia del país. El bien y el mal conviven armoniosamente sin que se perciban sus contradicciones o incoherencias. Michael Corleone, hijo del capomafia Don Vito, protagonista de la novela bestseller de Mario Puzo, fundaría una asociación destinada a aliviar la pobreza del mundo. No sería el primero que intenta redimir sus culpas con generosas dádivas.

La mafia trabaja mediante un programa de asistencia social que construye una red de casi imposible desarticulación cuando ella ha alcanzado una cierta consistencia. Un dilema moral consiste en aceptar donaciones con fines píos, provenientes de dineros mal habidos. Pero una trama perversa se entreteje al calor de los circunloquios existenciales de la vida cotidiana. Cuando hay una necesidad acuciante, no se pueden pedir comportamientos heroicos. Si la madre del dealer fue operada y salvó su vida merced a la ayuda mafiosa cuando le fueron negados los servicios hospitalarios estatales ¿con qué se pagará esa deuda de gratitud?

El papa ha distinguido al pecador, que peca pero se arrepiente y procura salir de una estructura perversa, del corrupto, que pacta con el mal y lo convierte en una parte de su propia existencia sin pretender erradicarlo como algo indeseable. En el medio hay un acostumbramiento al mal hasta el punto de sufrir una suerte de anestesia respecto de su carácter letal. Son dos actitudes bien distintas, en las que todo ser humano puede reconocerse. Pero lo que haga cada ciudadano respecto de ellas es lo que va a determinar nuestro futuro como sociedad. El mal no es algo ajeno a la humana naturaleza, por eso lo que distingue al virtuoso no es su ajenidad a él sino su rechazo. El sentido del pontificado de Francisco se centra en la misericordia con el pecador no menos que en la denuncia de las estructuras de pecado. El viaje a México se inscribe en esa historia.

La religión de Fidel Castro

No son pocas las circunstancias en que la muerte opera como un lavado de dinero o un blanqueo de capitales. Prologada por el historiador jesuita Guillermo Furlong, el bibliógrafo (su biblioteca albergaba más de sesenta mil volúmenes) José Luis Trenti Rocamora escribió, allá por los años cuarenta, una meritoria obra ensayística -y por lo que diré, más cercana a la apologética que a una verdadera investigación histórica- sobre Las convicciones religiosas de los próceres argentinos. En ella se pasa una prolija revista a prominentes figuras de la nacionalidad, que aunque muy diversas unas de otras, todas ellas -con sus más y sus menos- dieron testimonio de una sensibilidad cristiana, tanto en su vida privada como incluso en la actuación pública.

Como esta realidad es ordinariamente desconocida por una gran parte de nuestra moderna cultura secularizada, no puede dejar de advertirse cómo algunos de estos personajes tan conocidos por cualquier argentino desde sus primeros años (Juan Martín de Pueyrredón, Cornelio Saavedra, Manuel Dorrego, José de San Martín y Juan Manuel de Rosas, entre otros), han sido y constituyen verdaderos ejemplos de una fe muy arraigada en el pueblo y en su historia.

Sin embargo, mucho me temo que en más de una ocasión, primó en el autor el deseo de mostrar una huella del mensaje evangélico en ellos, pero también esa tan consabida benevolencia que típicamente sobreviene en el clásico género del elogio fúnebre, cuando hay que hablar de los muertos, y por la cual parece que todo ha sido virtud en el recipiendario del homenaje. Hay que reconocer que ello no deja de ser una especie de convención, aunque llena de buena voluntad, en bastantes casos teñida de una cierta pequeña hipocresía, puesto que en el fondo nadie se engaña tanto como para pensar que es así.

Cuántas veces habrá sucedido que los buenos deseos vuelven casi irreconocible al biografiado y el relato asume los caracteres de una hagiografía, que es como se denomina a la vida de los santos. De todos modos, aun en estos casos, los autores espirituales también suelen ocultar -sin dejar de ponderar en ellos la mejor intención- algo muy real, como son los defectos de quienes han practicado la virtud cristiana en grado heroico, que los han tenido y en abundancia, pero supo superarlos, y ese es precisamente su mérito. Continuar leyendo