No es de práctica diplomática habitual en el mundo que a pocos días del final de un mandato presidencial el Gobierno saliente designe nuevos embajadores. Tampoco es considerada como una decisión diplomática seria y responsable. Esas cuestiones no parecen preocupar a la actual conducción del Palacio San Martín, que se encuentra cubriendo un número de embajadas, sea que se encuentran vacantes, con los titulares próximos a la jubilación o al término de funciones previstas en la ley del servicio exterior de la nación. Los nombramientos tampoco responden a una necesidad de urgencia que no pueda esperar a que asuma en breve un nuevo Gobierno.
El argumento gubernamental es que las nuevas designaciones están siendo cubiertas por diplomáticos de carrera. Esa condición, aunque importante en sí misma, sin embargo no altera en nada el hecho de ser enviados por un jefe de Estado próximo a dejar la función, además de condicionar las decisiones del Gobierno entrante, que podría tener una preferencia diplomática funcional distinta. Es una falta de consideración al nuevo mandatario y hasta atenta contra el sentido común.
Además tiene claras implicancias financieras en el caso de que esas designaciones fueran revocadas por la nueva administración. De acuerdo con la ley del servicio exterior y el decreto reglamentario, la designación y el traslado de un embajador, como promedio, tiene un costo que oscila entre los sesenta y los noventa mil dólares, según el coeficiente de destino diplomático, los gastos de embalaje y flete, y la composición familiar del embajador designado. Continuar leyendo